Libre-mente
Un Código enfermo necesita terapia de buenos juristas
Otra vez, sumido en el barullo político y atascado entre los muros infranqueables de la Iglesia, quedó atrapado el Código Penal.
La aparente urgencia del Senado, desde el inicio fingida y sospechosa, intentando conocerlo y aprobarlo al vapor, resultó -como escribiera Carmen Imbert Brugal- una burla laminada con burdas pretensiones estratégicas. Es que, para nuestro bestiario político, burla y estrategia casi siempre significan lo mismo…
A dos décadas del proyecto, navegando entre vaivenes y trapisondas, perece y vuelve a ser reanimado solo para quedarse a la orilla de un Congreso tapizado por la hipocresía, que obra al margen de su función sustantiva, ajeno a la menor racionalidad política. Convertido en vergüenza legislativa y, por causa similar, en fracaso político, la pieza alcanzará pronto un cuarto de siglo, envejecida sin conocer la madurez, en la bitácora del desprecio y la indiferencia claudicante del Poder Legislativo.
Sin excusas valederas ni argumentos justificantes, Luis Abinader y el Partido Revolucionario Moderno (PRM), mayoría aplastante en el Congreso, están impedidos de esgrimir pretextos o alegar disparidades; esta vez, nadie les comprará peroratas impotentes. Conminados por el sino del tiempo político y la llama inextinguible del candelero social, quienes gobiernan deberán sustituir, lo antes posible, el descrédito de una ley penal que, abochorna subrayarlo, todavía posee acta de nacimiento napoleónica. Incumplir ahora, para ellos, será defraudar por completo a una población que, sobrecogida por el desengaño, abjurará de la fe acerca del cacareado cambio-promesa perremeísta.
Ante el esperpento jurídico vigente, la sociedad, que no soportaría más desplantes ni dilaciones, pasará con soberbia por encima de las posiciones postizas de la claque camaleónica. En una extraña, casi fantasmagórica escaramuza, motivada por el siempre pintoresco Rogelio Genao, representante de La Vega, el Senado aprobó, el miércoles 3 de julio, en segundo debate y con modificaciones, el vapuleado proyecto de ley que, tal cual se esperaba, sucumbiría en el acto.
De nuevo “las tres causales”, escollo principal, resoplaron a machamartillo como antípodas para su reprobación, encrespando el ambiente social de suyo encabritado. Tras añadirle nuevas y maltrechas elaboraciones típicas (artículos) al proyecto, los congresistas apenas despertaron más desazón y contrariedad.
Junto al sonsonete discursivo de catadura neoconservadora y el eterno retorno del botafumeiro religioso, el Código perimió, defenestrado por el mismo ventanal de origen.
Pese a sumar 72 novedosos tipos penales, dentro de la inflada carpeta (419 artículos), el Senado le incrustó entidades innombrables y difusas que, a la postre, redundarán en mayores incongruencias y peores ambigüedades. El “cúmulo de penas”, desbarre punitivo, acarrea un menjurje congestionado del castigo, digno de mejor tratamiento hermenéutico y sosegada discusión. Distante, por así decirlo, del retribucionismo vindicativo y del neopunitivismo funcionalista que, en clave de Gunter Jakobs, transpira la propuesta normativa de nuevo cuño.
En su tabla de enmiendas también se implantaron especies conflictivas y disociadoras, preceptos barnizados y resbalosos como la “jurisdicción militar”, antigualla superada por el Código Procesal Penal (Ley 76-02) y más recientemente por el Tribunal Constitucional (2014). Esa sopa doctrinal, colgada ya por la jurisprudencia en la pared de la historia, rememora una jurisdicción ilegítima (hija adoptiva de las tiranías militares), con funesto pasado, torturantes impunidades y oscurantismo castrense.
La otra morralla jurídica que remueve cenizas de un tiempo feroz es la tolerancia del castigo físico contra niños e infantes, clivaje de una era nocturna donde, absurdamente, la “corrección humana” dependía del tormento físico infligido.
Sean tribunos egregios o pagafantas despistados, los buenos senadores contemplaron atenuarle la pena al violador sexual de la pareja o esposa, corroborando así su inocultable temperamento de afamados machirulos, o por lo menos montaraces.
Idéntico desliz resuena, ¡contradictio in terminis!, cuando liberaron de responsabilidad penal al Estado, el Distrito Nacional, los ayuntamientos y las iglesias, marchando, como es conocido, a contrapelo de la doctrina más preclara.
Para cerrar con broche dorado, el trato dado por los honorables a la corrupción es indulgente y aterciopelado, y contraría la tendencia jurídica occidental a considerarla imprescriptible; para ellos, fijar en 20 años la prescripción es suficiente...
¿Cómo sanar este Código enfermo que, a más de desatino, perfora las clásicas paredes del Estado de Derecho?
Para una ley enferma necesitamos terapia de buenos juristas. Nombrar una comisión de 6 jurisconsultos respetables, capaces de corregir el ultraje del pasado y los síntomas agudos del presente.
Porque, con otro invento, tan sólo prolongaremos la enfermedad...