Inflación legislativa y penas severas
Diariamente y a cada instante, vemos el fenómeno social de la criminalidad manifestarse. La alarma social ha despertado un discurso penal que demanda exigencias cada vez más punitivas y castigos severos a los infractores, y es que, muy ciertamente, las formas de delinquir han alcanzado dimensiones insospechadas y como es natural, la sociedad reclama al Estado garantías de seguridad y paz pública.
Ahora bien, los mecanismos que utiliza el Estado para responder a esta creciente manifestación del delito, no resultan ser los más idóneos ni saludables, por lo que se acude con frecuencia a la herramienta legislativa procurando reformas que aumenten las sanciones, así como la creación de nuevos tipos penales, ampliando de forma excesiva la dureza del marco de la legislación penal.
Se entiende que, fruto de la amplificación de ese fenómeno, nuevas corrientes del derecho penal emergen y se expanden en el mundo como modernizadoras y protectoras de la ciudadanía, con tendencia marcada al aumento de las penas privativas de libertad, a lo que el pensamiento penal crítico ha llamado inflación legislativa.
Desde el punto de vista social, esta inflación de la pena produce una impresión tranquilizadora al ciudadano que valora la eficaz y oportuna intervención del legislador, empero, dicha inflación, desde la óptica de la penología y la criminología, no resiste el más mínimo análisis, por lo que debe entenderse que la severidad penal no se vislumbra como solución posible a esta preocupante problemática. Y es que no siempre ha sido fructífero acudir a las bondades del derecho penal para utilizarlo como instrumento político de protección, sino que el asunto es mas complejo de lo que puede aparentar, de manera que la solución de legislar para aumentar las sanciones, implica muy poco esfuerzo de parte del Poder Legislativo y del Estado, en el entendido de que las reformas penales, en términos económicos, tienen un costo muy bajo para cualquier país, y también, porque cuentan con el apoyo social y mediático que tiene como punta de lanza la demagogia punitiva.
Lamentablemente, el poder mediático ha institucionalizado el miedo, al punto de provocar la expansión irracional del derecho penal, cuyo resultado no es otro que el aumento de las sanciones en el catálogo punitivo, alejándose de los propósitos constitucionales y la orientación de las penas privativas de libertad a la rehabilitación y la reinserción social. Así las cosas, esta hipertrofia legislativa solo alimentará la indetenible inflación carcelaria con un desmesurado incremento en la población penal.
En términos objetivos, el giro punitivo no ha resultado ser lo suficientemente saludable, ya que se justifica en la salvaguarda a los bienes jurídicamente protegidos, pero se desdice cuando soslaya el marco regulador de la pena y sus fines constitucionales. Peor aún, pretender sancionar con penas elevadas a ciudadanos y luego enviarlos a cumplirlas a un sistema penitenciario en estado séptico y agonizante, resulta incompatible con el Estado social y democrático de derecho que constitucionalmente nos rige. De modo que esta tendencia al punitivismo que ofrece una solución aparente a la cuestión criminal, resulta, sin embargo, una respuesta artificial y cosmética que sólo satisface la promesa represiva del populismo que intenta remediar conflictos sociales con penas acumuladas de hasta los 60 años de prisión, superando en muchos casos el ciclo de la biología.
La fórmula legislativa del aumento de las penas privativas de libertad solo traerá mayor estigmatización y prejuicios sociales, igualmente se multiplicará la violencia en las prisiones y aumentará la clientela carcelaria que sobreabunda en el estado de cosas penitenciario que tenemos en la actualidad.
Es evidente que en las nuevas tendencias del derecho penal convergen un punitivismo irracional negador de la prevención y de las salidas alternativas a los casos penales, y un creciente deterioro de su función de garantía, al punto de generar una crisis de su legitimidad al centrarse única y exclusivamente en la intervención penal y la criminalización en todos los órdenes. Tristemente, las garantías penales, al parecer, no están en la agenda del legislador.
La justicia penal debe evolucionar a un escenario distinto, en el que no se persiga ni se castigue para destruir al humano, sino que, en todo caso, la sanción penal produzca un impacto admonitorio y rehabilitador, donde se entienda que las raíces del delito descansan en factores sociales que sólo pueden explicarse científicamente a través de la criminología, la antropología y la sociología, de manera que el Estado penal al que conduce la inflación legislativa, terminará alimentando el encarcelamiento masivo, muchas veces injusto y desproporcionado, por cuyos tribunales y prisiones solo desfilará la pobreza descalza, ya que nuestro sistema solo atrapa estereotipos de personas uniformadas de pobreza, provenientes de un barrio cualquiera.
El aumento progresivo de la actividad delictiva genera una discusión que lógicamente demanda atención de las autoridades, ya que, a mayor incidencia del delito se recurre a penas cada vez más drásticas. Sin embargo, es justo decir también que ni el endurecimiento de las penas, ni el consecuente aumento de la población penitenciaria, ni la expansión de las normas de la seguridad, han logrado revertir la incidencia de la actividad criminal.
A todo esto, se les ha dado poca importancia a los factores condicionantes del delito y la violencia. Por eso decimos que hay suficiente evidencia que señala que los sistemas penales más represivos, que normalmente omiten y violan garantías fundamentales de los ciudadanos objeto de persecución penal, no han sido los más eficientes a la hora de tutelar esos derechos, sino que, por el contrario, han aumentado la criminalidad y la impunidad. Así pues, no debemos desconocer la génesis del delito como problema multisectorial y de complejidad de factores y variables científicas. Se necesita una investigación de corte social que profundice en la temática para armonizarla con los preceptos constitucionales de la finalidad de la pena. Es saludable repasar por principios constitucionales que enmarcan la aplicación del derecho penal y sobre todo, la función de ultima ratio de la pena, la cual hemos convertido en prima ratio.
En ese orden de ideas, basados en los consensos político-criminales y la norma supranacional, es sensato frenar la tendencia inflacionaria de la pena, de modo que no se siga vulnerando el núcleo duro de los derechos fundamentales de las personas privadas de libertad y que las mismas no queden a merced del poder punitivo.
El discurso de mano dura ha ganado mucho espacio en nuestra sociedad y se renueva a diario con la obsesiva y pandémica demagogia punitiva. Ahora bien, esas exigencias de mayor seguridad ciudadana y paz social con leyes severas no producen resultados que puedan valorarse como positivos, ya que pensar seriamente en que los procesos de gobernabilidad y seguridad democrática se estabilizan y consolidan en proporción al uso cuantitativo de la pena como herramienta política de control social, es darle la categoría de mago al legislador, quien con su obrar humano ha creado la dureza punitiva, cuyo resultado, en modo alguno, parece tener efecto intimidante en la conducta del delincuente o en la manifestación de la criminalidad.
Para combatir la criminalidad con penas moderadas pero ciertas, es preferible volver a las ideas de Beccaria debido a que las penas severas son irrealizables en términos de factibilidad y no crean ninguna expectativa de mejora conductual del reo. El espacio carcelario vuelve a los hombres seres marginados y excluidos en un submundo en el que crean sus propios códigos y leyes no escritas, tienen tatuados malos hábitos en su proceder porque el propio sistema los maltrata, les viola sus derechos y sólo aprenden que no interesan como personas, llegando, en la mayoría de los casos, a perder el sentido ético de la vida.
Al parecer, el discurso taquillero del populismo penal expresado en una codificación endurecedora de las sanciones no ha entendido que la cárcel como modelo de solución a la criminalidad está agotada, por tanto, equivaldría entonces a seguir legitimando el espacio de no derechos que representan las prisiones, en momentos de crisis de la pena y del derecho penal, sobre todo porque corrientes contrarias al expansionismo, claman por un derecho penal más sensato y humanitario.
Como ya hemos dicho en otras ocasiones, parafraseando al maestro Tobías Barreto, la pena es un hecho de poder político que no desaparecerá ni en la más lejana de las civilizaciones. Por esa razón, queda en manos de los juzgadores imponer penas proporcionales, moderadas y justas, aplicándolas siempre de manera racional.
Finalmente, afirmamos que no hay evidencia científica suficiente sobre la efectividad en el aumento del rigor sancionador del derecho penal. Los estudios criminológicos no han logrado convencer mucho al respecto; los efectos del encarcelamiento son criminalizantes; la severidad de la pena sigue siendo una acción populista y barata que no cumple con ninguna función preventiva ni disuasiva, sobre todo porque carece del más mínimo fundamento criminológico. La demagogia punitiva es anti garantista y arcaica, ya que no responde a los principios generales del derecho penal ni a los valores superiores del ordenamiento jurídico.