El impulso definitivo

Donald Trump parece un personaje sacado de una novela ficticia de corte político. Hijo de un acaudalado empresario inmobiliario de Nueva York, heredó las empresas y lo transformó en un imperio. Luego, acorralado por deudas y empresas en bancarrota, víctima de su propia ambición, se vio enfrentado a la imperiosa necesidad de reinventarse.

Pasó a ser una estrella de la televisión en un reality show que lo hizo conocido más allá del mundo de los negocios. Trump, pronto descubrió, sentía una necesidad que ni el dinero ni su condición de celebridad le podían dar; le faltaba el eslabón más importante para la trascendencia: el poder.

Coqueteó con la idea de una candidatura independiente, pero desistió. En el 2012 su nombre figuraba en las encuestas, en algunas de ellas por encima del que sería el candidato republicano Mitt Romney. En el 2015, en Nueva York, anunció su intención de ser el candidato presidencial por los republicanos para las elecciones del año siguiente. El resto es historia: aplastó a sus rivales internos, y luego, contra toda probabilidad el magnate triunfó sobre Hillary Clinton.

Ya en el 2020, con una presidencia marcada por el fastasma de juicios políticos y de polémicas propias de la polarización que un personaje así despierta, le tocó navegar por las aguas del COVID-19. Los muertos, el manejo a ratos absurdo de la crisis y el golpe económico del cierre del país lo lastraron, provocando que Joe Biden se colara y lo sacara de la Casa Blanca.

Cuatro años pasaron y Trump planificó, desde el día de su salida, el camino del retorno al poder. Para él, la venganza es un plato que se sirve frío. Y es que además del paupérrimo manejo de Biden, a ratos incapaz de brindar un discurso coherente o eximido de lapsus tan serios como el de confundir al presidente de Ucrania con el de Rusia, los planetas parecen alineados para devolverlo al Salón Oval.

El último episodio, que bien pudo costarle la vida, parece ser el impulso definitivo. En un mitin en Pensilvania fue víctima de un atentado, algo perturbadoramente reiterativo en la historia de Estados Unidos. Trump, en el escenario hablando, sintió un pinchazo en su oreja derecha, lo que pronto descubriría fue el roce de una bala disparada por un desquiciado a poco más de 100 metros de distancia. Su reacción, al ser incorporado por agentes del servicio secreto fue levantar su puño derecho y repetir “fight, fight”- pelea, pelea- a un público incrédulo y extasiado, como diciéndoles “no habrá fuerza humana que nos detenga”.

En la otra vereda, Biden, acorralado por sus propias incapacidades, resiste por ahora a la embestida política y mediática de quienes le muestran la puerta de salida. La narrativa, instaurada como su peor pesadilla, es la de un presidente incapaz de hilar frases coherentes, frente a un candidato que ha sabido sortear demandas y juicios, condenas de culpabilidad y un atentado contra su vida. De fondo, como si fuera poco, la foto del año, un Trump ensangrentado y el puño en alto en un viaje sin escalas de regreso a la Casa Blanca.

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