El dedo en el gatillo
Yo viviré prosaicamente
Nadie es eterno. Siempre alguien nos esperan con las botas puestas para un paseíto galante por el lugar donde viven los resucitados: Almas rodantes o memorias hechas cenizas, para celebrar la fiesta.
Los que nacen al revés, tienen el poder para ver el mundo al revés. Pero solo algunos. Podrán andar desmemoriados, despojar al inocente de su único ropaje, pero nunca manipularán la voluntad del sueño. Ni de amar cada vez más el lugar donde fueron felices.
Amo todo lo que soy. En la guerra y en la paz ando sin uniforme aunque llevo dos pistolas: una en la memoria y la otra en mi lengua. Las llevo conmigo tanto en días como en noches donde aparezco disfrazado de rufián, entrando y saliendo a viva voz por contornos poco conocidos. Es algo poético. Lleno de imágenes profanas. Y así lo asumo. No me puedo quitar de la cabeza ese sonido metafórico sin advertir que detrás de mis palabras resuenan otras y otras hasta formar el anhelo de la espera. Soy dichoso por haber dado la mano a tanta gente buena que no debió quedar reducida a la polvareda que alguna vez seré.
La eternidad es una pista de aterrizaje para uso colectivo. Al menos, tenemos la certeza de que vive fuera del planeta.
Hablo de eternidad porque no aspiro a ella. No escribo estas memorias en busca de fama. Nunca seré figura de circo. Ni menos un portentoso coleccionista de relaciones personales. Tampoco lo hago para enumerar celebridades conocidas, momentos estelares, amantes fugaces, aventuras ingeniosas o excursiones mundanas.
Prefiero conversar sobre la suerte de vivir. De contar la historia de gentes en busca de un pedazo de mar para pensar en los demás. De sacar a plena luz lo que se piensa, siente y reflexiona; lo que no deja de transpirar.
No se busque, pues, juegos de palabras, versos deslumbrantes o motivos de placer como experiencia. El lector de estas memorias hallará, tal vez, un poco de sí mismo junto al aleteo de un pez que no deja de nadar.
No creo que el mundo se haya hecho añicos. Todavía las parejas pululan por los parques, los cines se llenan de inocentes, y en los jardines crecen geranios y azucenas. Eso es lo que importa. La riqueza siempre estará mal distribuida y habrá algunos que prefieran los misiles antes que las canciones de Serrat. Ese es el mundo en que vivimos. Lástima que ninguno de nosotros pueda ser testigo de su propio paradero, ni qué significado se esconde detrás del hambre de las garzas que pasan delante del cántaro ajeno sin tiempo para descubrir rarezas deslumbrantes.
Listín Diario ha sido mi escuela, con sus altas y bajas. En él, siempre he encontrado una salida honorable para los problemas que vienen y van contra viento y marea. Desde mi llegada, el diario nunca ha dejado de salir. Y esa estoicidad le corresponde a sus profesionales. Ellos no reparan en sueños inconclusos. Saben la hora de entrar pero nunca la hora que terminan. Rastrean noticias como lentejuelas escondidas en esos campos de maíz donde lo sagrado se vuelve inoperante. Al anochecer de cada día saben de memoria que un Listín distinto al que hojearon por la red debe salir al día siguiente, mucho mejor que el anterior y enfrentan el reto como si fueran hormigas llevaderas de cualquier rastro de utilidad.
Voy a cumplir veinticuatro años dentro de este periódico que no se da por vencido y sobrevive, por así decirlo, como herencia de una clase profesional que escribe en favor de sus lectores. Un período así es como una vida. Allí he hecho de todo aunque, oficialmente, me encargo de reunir historias no profanas. Pertenezco a esa familia de buscadores de destellos, aunque muchos de ellos anden detrás del sol.
Hoy Listín Diario no es solo un periódico, sino dos. Ha evolucionado porque el tiempo no permite estancamientos.
La publicidad se maneja de otra forma, y la lectoría se concentra en las redes sociales, por donde se encuentra la puerta de salida de ese producto donde nos ganamos la muerte de todos los días.
Aún le falta mucho al periodismo. No sé cómo será cuando me vaya a pasear con mis amigos de antaño por las márgenes del tiempo. Pero al menos, durante más de dos décadas, y a pesar de los pesares, he tenido la suerte de vivir en Listín Diario algunos de mis afortunados desenlaces. Fui testigo de la partida de gente buena, periodistas de nota que lo dieron todo a cambio de nada porque a fin de cuentas, el único bien que perseguían era terminar su misión a media noche y salir bajo la lluvia, con un roído paraguas entre sus manos porque no podían darse el lujo de llamar a un taxi.
Ante mis compañeros, inclino mi testa. Tal vez me haya equivocado de profesión. Pero esta que hoy profeso me ha permitido esperar con dignidad el día de mi muerte, porque como dije, no soy eterno.