El dedo en el gatillo
La comedia letrada
Los malos escritores saben colorear. Pululan por obra y gracia de los malos lectores. Y sus libros, incluso, se venden. Esa “peculiaridad” hace posible que los estantes de las librerías donde reposan sus textos estén vacíos. Lo peor sucede cuando escriben en periódicos: Se leen ellos mismos como si fueran celebridades No saben nada de Borges, Faulkner, Dos Passos, Mann y Kafka, pero gorgojean como aves cantoras.
Y lo peor: los malos escritores se encargan de mirar por encima del hombro a los demás, si es que los han leído alguna vez. Ellos no constituyen la avanzada de la democracia literaria que ha tomado el control de las reglas editoriales, sino persiguen un simple camino donde la subversión se disfraza de estrellato y el ego es luminoso paradigma.
Muchos escritores son desconocidos, ignorados o minimizados por una masa de lectores que no sabe qué leer, y hacen célebre lo fácil.
Decía mi compatriota Eliseo Diego que al escribir, se debe evitar lo que ha sido usado, no recurrir al lugar común, a lo manido, típico y paradójigo. El gran poeta cubano siempre recomendaba acudir a la palabra más corta, a recortar el texto lo más posible, a escoger la voz activa y, a la hora de escribir, mientras más sencillo, mejor.
El narrador cubano Manuel Cofiño aportó también su punto de vista para resaltar la originalidad del buen escritor y aseguraba la necesidad de romper reglas preestablecidas, si fuese necesario. El autor de Cuando la sangre se parece al fuego, se refería al coraje necesario para romper con el librito antes de escribir algo que no satisfaciera al autor. Borges, tal vez, no estaría de acuerdo con estas pautas, por considerarlas subordinadas al acto de crear. Para el argentino universal, lo primero era ser original, sumergirse en historias que pudieran dejar una huella, costase el esfuerzo de costase. Y ese esfuerzo solo se lograba con la sabiduria. Después vendría la manía, por no decir la responsabilidad de embellecer el texto con la sapiencia literaria. Pero solo después. Esto no es un tratado de literatura, sino una de las consecuencias de la deformación del gusto ante una obra de arte. Igual sucede en el cine, en las artes visuales, el teatro, la música, incluso la ingeniería, la arquitectura y hasta en la producción agrícola. Vivimos y no sabemos cómo vivir. Un dia acampamos en un bosque respirando el peligro de encontrar rinocerontes detrás de cada árbol y al siguiente día puede dar comodidad otro colchón, tal vez más plácido, pero lleno de agujeros por donde rondan los ruidos del tiempo. La vida es complicada. Se intenta hallar felicidad en el primer plato de comida que llega disfrazado de bondad.
El pensamiento también es complicado porque sabe viajar. Es indetenible y caprichoso. No tiene límites. Corre hacia un lado o hacia otro porque suya es la razón del desdoblamiento. Se abandona por esa manía de dar prioridad a la corazonada, a perseguir lo primero que salta a la vista o lo que algún uniforme parecido a la quietud recomienda como bueno y válido. Es complicado tratar de entender lo que se cuece a nuestro alrededor. La mente humana piensa primero en bienes materiales antes que en sabiduría.
Cualquiera hoy considera que lo justo no es llevar la contraria. Que el peligro es una sobredosis de confianza en un mundo echado al cesto. Estas veleidades de la intuición suceden cuando no hay una cuerda para aferrarse a un puente de sueños rotos.
En Cuba tuve dos o tres hermanos de aventuras y un solo amigo. Me fueron leales de la misma forma que yo lo fui con ellos. Hace unos años, uno falleció allá en La Habana, olvidado. Cuando emigré a Santo Domingo solo conversé con él por cartas y en ellas jamás me insinuó desavencias. Pero sus letras, entrecortadas y austeras, ocultaban una doble lectura. Mi amigo intentaba explicarme que la vida vale la pena.
Un amigo no es quien otorga la potestad del favor. El mío me ordenaba horarios extras, extralimitarme en mis funciones, mantenerlo informado. En pocas palabras, me hacía trabajar más de lo debido, confiaba en mí como lo hacen las cigueñas cuanto vuelan sobre un hogar.
Desde la superficie de la vida solo se puede ver la cabeza de un iceberg. Lo restante permanece oculto. se esconde la condicion humana, porque lo que está a la vista es solo lo banal. Lo que hunde el barco es lo que queda fuera de la vista humana. Igual que las tramas de los malos autores que engañan a un gran público con obras fáciles. El lector camina siempre por un pasillo subjetivo donde el bien y el mal se dan la mano como buenos amigos. Y en el, quiera o no, podrá llegar un final inesperado.