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OTEANDO

La ruta hacia la nada

Y un día me iré con el inmenso lastre de mis pecados diurnos y el distraído ensueño de todos los nocturnos, dejándolos, a ambos, diluidos en la dialéctica probatoria de la ausencia de culpas o, acaso, muy a pesar mío, del mismo más allá. Un día me iré en la loca aventura de alcanzar un espacio, confirmando el único que es, ha sido y será: el despreciado “Aquí” de amores y dolores que se desaprovecha pensando en algo más. Recorreré los valles, las montañas, los ríos, y el morador del abismo que es el inmenso mar, en mutaciones varias que marquen mi regreso, paulatino y sin prisa, mi eterno retornar. Volveré a ser bacteria, trilobite, belemnite, o musgo. Seré una concha errante refugio de un molusco que se esconde de lo mismo que todos con la falsa esperanza de poderlo burlar.

Volveré pajarillo trinando entre las flores, a despertar a Rita, amor de mis amores, a repetirle entonces lo mucho que la quiero e implorar sus perdones, a calmar mi ansiedad. Iré y volveré de forma recurrente, convenciendo uno a uno, a los que fueron míos, de que en modo alguno fue en vano haber vivido juntos, que, a pesar de mis dudas, de mis incertidumbres y mis insatisfacciones por lo que nunca pude, los he amado ahora, aquí, en el único espacio donde es posible amar. Un día me iré, llevándome conmigo el único patrimonio transportable hacia mi futuro universo escatológico: los amores y afectos ganados, pero también los perdidos, y hasta los por perder. Porque, aunque hasta ese momento estos no me hayan sido revelados, son solo míos. Respecto de ellos soy una suerte de legatario a título universal, figurante exclusivo en el íntimo testamento de ajenos enconos e inconfesadas decepciones.

Me iré a dar una vuelta por la ruta inencontrable, por esos vericuetos pendientes de transitar solo en el último viaje, ya que andarlos ahora devendría insensato, pues pertenecen a esa reserva final que nos aguarda con la misión expresa de mostrarnos la nada, y la nada solo es indiferente cuando no somos nada más. Colmaré mis anhelos de una paz permanente, tan cierta y eterna que no podré advertir. Será como si los dioses se hubieran apiadado de mi alma impenitente en ese oficio dañoso que ha implicado soñar. Allá les esperaré, en ningún sitio y, lo mismo que a Godot, nunca veré llegar.

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