El dedo en el gatillo
Celebro y le canto a Frankz Kafka
En Cuba fui un comunista barato. Y tonto. Sin tapujos ni excusas. De esos a quien nadie podía señalar cualquier ajuste de frenos en el carro victorioso, porque se las tenía que ver con mis puños. Muchos me temían, otros me adulaban, mientras algunos me miraban de soslayo para no tropezar con la suela de su propio zapato. Pero poco a poco, Nicolás Guillén me enseñó a practicar mi ideología, usando también mi cabeza junto al corazón.
Digo esto porque cierto día en mis treinta y tantos años cayó en mis manos una obra de Frankz Kafka, un judío alemán al que le hicieron la vida imposible, simplemente por ser judío, llamar las cosas por su nombre y por escribir bien, muy bien.
Su única publicación en mi país fue su novela mayor (inacabada), El proceso en una edición muy limitada en Cuba (1972). El tema giraba en torno a Jospeh K., quien es sacado de su domicilio y presentado ante un tribunal por un delito que no cometió. Problemas como el caliesaje, la inseguridad ciudadana, la manipulación de la justicia, la falta de derechos civiles, y el esquematismo de los agentes del orden y jueces, brillan. Ese fue el libro que varios años después de su primera edición, cayó en mis manos.
Y vi también el filme (1962), dirigido por el maestro Orson Welles y protagonizado por Anthony Perkins y el propio Welles. Su trama desgarra, al igual que su otro libro “La metamorfosis”, aunque este no se publicó en Cuba, al menos, hasta la fecha de mi escapada.
Desde ese momento, consideré a Kafka como un enemigo de Cuba, autor de novelas inexplicables para una nueva sociedad. No escribí contra lo que consideré un libelo, pero le comenté al Presidente del Instituto Cubano del Libro de aquel entonces, que la Revolución no debía promover El proceso.
Me convertí en su censor. Con esta confesión solo intentó jugar el papel que me tocó desde mi “curul” de joven comunista dedicado al periodismo y la literatura, sino algo peor: significó mi sumatoria a la más catapultosa peregrinación en la causa del más absurdo disparate, porque debajo del mar solo muerde el anzuelo aquel pez que no tiene preferencias en ingerir lo que encuentra en su camino para engordar más de lo que debe.
Odié a Kafka y sugerí el peligro de que fuera divulgada y estudiada su obra literaria.
Mi mente entonces, atada a un falso chovinismo comunista, creía en algo que nunca existió. O si lo hizo, fue preparado para sumarse a la causa de los que rondan un panal de abejas bajo la creencia de salir ilesos con un frasco de miel en sus manos.
Los herederos de Kakfa y sus descendientes no tienen que sentirse indignados por estas confesiones. También desdeñé a Heberto Padilla y a Guillermo Cabrera Infante, Enrique Labrador Ruiz, Lidia Cabrera, Reinaldo Arenas y muchos otros exiliados. Y a los que no se arriesgaron a partir, ya bien por temor o por complicidad con el poder político, Nicolás Guillén los dejaba frecuentar libremente por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, haciéndose el de la vista gorda.
Todos tenemos algo de Joshep K, el protagonista de “El proceso”. Un día fuimos detenidos, vigilados o condenados a vivir en silencio. No estuvimos a la altura, por ejemplo, de un Gregorio Samsa convertidos en cucarachas del régimen.
Escribo estas memorias en honor al centenario de la muerte de Frankz Kafka. Una confesión pública es lo menos que puedo hacer en honor a su memoria. Otros podrán haber pasado por alto la fecha por estos días, mientras algunos autores maltratados por un sueño redentor escribieron enjundiosos ensayos sobre su obra literaria. Pero me conformo con poner en blanco y negro verdades del trasfondo. Y también confieso que ambos libros de Kafka, igual que los de George Orwell, descansan sobre mi mesa de noche, junto a otros diez o doce que no me permiten dormir sin, al menos, leer una página para sentirme de nuevo una persona.
Sé que algunos me considerarán “fascista” cuando lean este fragmento de unas “memorias sobresaltadas”, si es que lo leen. Pero me da igual. Nací para leer y soy feliz porque no me faltan tomos que enriquecen mi saber. No sé si está práctica lectiva es para bien o para mal en este mundo donde los sentimientos más íntimos se plasman en la literatura como joyas, y aplacan un poco las sagas de literatura light. Yo sigo con Kafka. Creo en él. Lo aplaudo y lo disfruto. Por suerte, me sobra tiempo para volver sobre sus páginas.