Las damas prefieren la cultura

Las reyes, emperadores, zares, césares, y otros monarcas anteriores a Cristo, y otros posteriores también, esos líderes semejantes al rostro de una estatua fusiforme, símbolo de un nacionalismo cuestionable, fueron hombres de guerra y política. Marchaban al frente de sus legiones de guerreros y, de regreso a casa, organizaban fiestas para disfrutar sus victorias entre chistes, alabanzas, sexo y música.

Los asuntos del alma, la inspiración y sentimientos artísticos quedaban en manos de sus esposas, sus hijas, amantes o damas cercanas a esos gobernantes vitalicios Para ellos y ellas las artes no eran más que una pequeño circo.

Me imagino a los poetas, filósofos, pintores y músicos de antaño sirviendo de alfombra roja para que sobre ellos cruzaran las damas que decidían su destino.

La propia Roma torció el pulso de aquel disparate, propulsor de guerras y conquistas, al convertirse en la patria del Renacimiento. La escultura, las artes visuales, las bellas letras, la música y el teatro recuperaron la vanguardia lograda en la Grecia de la antigüedad y en otras culturas.

Estos párrafos robados de una noche de insomnio, en medio de un verano insoportable, los escribo porque veo un intento de repetición de aquella mal querencia. No solo me estoy refiriendo al regreso de los hombres a las armas, sobre todo a las nucleares, sino que veo ciertos orificios en la avanzada de mujeres valiosas que hoy descuellan en el arte, el saber y la preparación de espacios culturales para enriquecer el conocimiento humano. Del otro lado serpentea un grupo de infiltradas de una forma u otra en lides culturales, muy cercanas al poder, junto a otras que viven de glorias pasadas. No son como Simone Beauvoir; promueven y elogian a cualquiera por razones de roce social o intercambio de favores. Saben fingir humildad.

Sigo asistiendo a los comercios para hacer mi compra. Disfruto escogiendo víveres, frutas y otros encargos. Lo hago casi todos los días porque, al margen, busco comida ya elaborada por falta de tiempo para prepararla por mis manos.

Hace poco, me tropecé con Virginia Antares. Ella salía de un popular centro comercial de Santo Domingo, al mismo que yo entraba. Llevaba en sus manos, una modesta compra, similar a las que hacen las personas comunes y corrientes.

Su presencia me hizo feliz. Recuerdo a Virginia cuando era redactora de Listín Diario, siempre en bajo perfil, confundida con sus colegas sin darse mucha importancia, cumplidora de su deber. De su teclado salían historias y verdades contundentes, de esas que no todos estamos dispuestos a escribir. Se concentraba tanto en su trabajo que solo advertía su presencia cuando saludaba en horarios de entrada, y salida.

Un día renunció al periódico y no volví a verla hasta que comenzó a llenar las páginas de la prensa dominicana con sus propuestas de cambio.

Y en la entrada de aquel centro comercial, nos encontramos como dos buenos amigos de toda la vida. Ese día me pronunció tres palabras, que, para mí, y viniendo de ella, eran algo así como ganar el Premio Nóbel:

-Te leo siempre.

Le respondí con un sentimiento de afecto que pocas veces doy. No sé si lo descubrió, pero sus ojos le brillaban de sinceridad. Me gustó que alguien como ella se calzara un par de buenas botas y saliera al ruedo para enfrentar con sus propuestas la lucha por la presidencia de la República Dominicana.

Hablamos mucho en brevedad. Sin darme cuenta dejé correr aquellos minutos entre mensajes y euforia. Al final, salimos andando, cada cual por su cuenta y riesgo, como debe ser. Si ayer la respeté, hoy más.

El encuentro con Virginia me hizo recordar otros momentos de mi vida en ese mismo centro comercial, donde hallé y compartí, también por pura casualidad, a las entonces pasantes María Luisa López, Angely Moreno y Lourdes Aponte, o con mi buen amigo y colaborador de Ventana, Nelson Pinal, y con el inolvidable Héctor Herrera, hijo del Director Histórico de Listín Diario, Rafael Herrera. Muchas más sorpresas recibí en la afamada tienda popular. Otro encuentro inolvidable lo viví al acercarme a un grupo de voluntarias de la Fundación Tzu Chi de Taiwán, uniformadas como soldados en el puesto de combate, recaudando fondos para los afectados por el paso del Huracán Murat, en el Sudeste Asiático. Hablo del año 2009. Desde esa fecha y hasta hoy, a pesar de interrumpir por motivos de salud mi desinteresada colaboración junto a ellos, me uní a Tzu Chi. Y esa unión cambió en parte el rumbo de mi vida.

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