Trabajo, infancia y explotación

La expresión “trabajo infantil” alude al esfuerzo de orden físico, mental, social o moralmente perjudicial para el niño o la niña; además, interfiere en su escolarización, obligándole a abandonar la escuela; le priva del derecho al juego, factor educativo fundamental; le afecta la salud física, emocional y espiritual. Algunas labores le perjudican, como: la agricultura, la construcción, la manufactura y las fábricas. Además, el trabajo realizado en ambiente de calle: venta ambulante, limpieza de vehículos, guías turísticos y recogida de basura.

La Iglesia católica se ha pronunciado en relación al trabajo infantil en el Compendio de la Doctrina Social, número 296: “el trabajo infantil y de menores, en sus formas intolerables, constituye un tipo de violencia menos visible, mas no por ello menos terrible. Una violencia que, más allá de todas las implicaciones políticas, económicas y jurídicas, sigue siendo esencialmente un problema moral”. La Iglesia denuncia y rechaza la explotación laboral de los menores en condiciones de auténtica esclavitud. Considera tal acción como una grave violación de la dignidad humana y de los derechos de los niños, niñas y adolescentes; especialmente, el derecho a la protección contra la explotación, el sano crecimiento, la educación, la diversión, la cultura y el deporte.

La explotación laboral de los niños afecta su salud y su desarrollo, generando: lesiones y accidentes por fatiga, daños a las facultades auditiva y cognitiva; especialmente, depresión, desórdenes por vibración, síndrome del túnel carpiano, entre otras patologías.

Además, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), sigla en inglés, indica los criterios básicos para saber si un trabajo infantil es explotación: si incluye dedicación exclusiva; si es a de edad demasiado temprana; si provoca estrés físico, psíquico o social; si el niño trabaja y vive en la calle; si el salario es inadecuado; si el chico tiene que asumir excesiva responsabilidad; si le impide el acceso a la escolarización; si afecta su dignidad; si impide su pleno desarrollo.

Sin embargo, existen una serie de tareas propias del hogar que son educativas y saludables para el infante. Mayormente, porque autodisciplina la persona, haciéndola: ordenada, limpia y puntual; generando buenos hábitos y rutinas de bondad, generosidad y cordialidad, por ejemplo: recoger y ordenar sus juguetes, hacer la cama, tirar los pañales a la basura. Superados los cinco años ayudar a: poner y quitar la mesa; limpiar el polvo; comer sin ayuda de un adulto; ir de compras con un adulto; vestirse solo. Después de los siete años: poner y quitar la mesa; introducir la ropa usada al cesto; mantener su habitación ordenada; preparar la ropa para el siguiente día. A partir de los nueve años: hacer la cama solo, pasar la aspiradora; guardar la ropa limpia; sacar la basura; ducharse y ser puntual.

San Pablo, en la Carta a los Gálatas 5,22-23, afirma: “el fruto del Espíritu es caridad, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad, fidelidad”. Efectivamente, las prácticas hogareñas originan en el infante las competencias humanas, necesarias, que le disponen para recibir los dones del Espíritu.