Un abogado a carta cabal

En mi etapa de estudiante de Derecho descubrí que el mundo puede también girar a la inversa. Todo apuntaba a mi consagración como integrante de la “vanguardia juvenil” por mi condición de joven comunista. Nunca imaginé que la carrera elegida para consagrar mi vida, también tenía un lado oscuro, y de ingenuo pasé a meretriz. Me enseñaron a no pensar, a bajar la cabeza, aunque siempre le agradeceré a un grupo de valiosos profesores enseñarme a leer entre líneas y estudiar vericuetos apenas explorados por mi credulidad partidaria. Todas las mañanas, durante la carrera, fui pasante del Estado y aprendí a llenar papeles, revisar documentos, corregir y redactar sentencias, aplicar cancelaciones y aprender bemoles del día a día, ninguno vinculado a la esencia del derecho como tal. Me enseñaron a hacr “trabajo sucio”.

Me prepararon como burócrata con suerte efímera: un Ministro me eligió como asesor jurídico, primero adscrito al Departamento de Economía del Comité Central del Partido Comunista, y meses después, como Director Jurídico del recién creado Comité Estatal de Precios.

Hice amigos que hoy deben andar compartiendo en otros lares mi suerte pueblerina, viviendo de lo que pueden, menos del Derecho. Comprendí que para salir adelante no solo basta ser inteligente, sino leal y útil, aunque no tenga la razón.

La burocracia también tiene su lado positivo y en honor a ella, me escapaba de los organismos de pasantía para corretear por la ciudad, jugar al “taco de madera” en azoteas abandonadas o correr detrás de muchachas casaderas que dudaban en besarme debido a mi promiscuidad con una causa política que me ofrecía un ¿porvenir estable? y cierta tranquilidad material a cambio de lealtad.

Una vez graduado, ubicado laboralmente, y con los favores de un ministro, no cumplí expectativas. Mi primer tropiezo ocurrió cuando redacté un proyecto de Decreto que iba en contra de una Ley por el santo capricho de una coyuntura política.

Con el Decreto aprobado y publicado en la Gaceta Oficial de Cuba, cierto día me llamó mi profesor de Derecho Constitucional para corregirme. Polemicé sin razón. Creo que le dije hasta del mal que iba a morir por no acatar las nuevas normas jurídicas de la Revolución. Mi profesor, visiblemente molesto, no me respondió. Y perdí su amistad y confianza.

A partir de ese momento la polémica fue mi Dios. De aspirante a integrar las filas del Partido Comunista, pasé a la categoría de abogado del diablo, de esos que a veces sirven de harina mal cernida, o de refugio de serpientes venenosas.

Un viceministro entró a mi oficina para tratarme un asunto sin la menor importancia. El motivo de su visita era deslizar mi expediente laboral. Al marcharse, descubrí el supuesto olvido y en vez de curiosear acerca de mi vida en aquellos documentos oficiales, me dirigí a su despacho a devolverlo. El hombre, me miró con picardía y preguntó:

-¿Lo leíste?

-No me corresponde hacerlo. Y no me interesa su contenido -le respondí.

-Pero contiene un resumen de tu vida, lo bueno y lo malo -trató de provocarme.

Mi respuesta fue una sonrisa y le pedí permiso para marcharme como si fuera un soldado que abandona el campo de batalla a sabiendas que unos pasos después, alguien le daría un tiro por la espalda.

No solo la cabeza del ministro comenzó a gorgojear, sino que semanas después nombraron un nuevo Director Jurídico del organismo, el cual, con esmerada educación, sacó mi escritorio de la que hasta ese día fue mi oficina y me sentó junto a la secretaria, con el encargo de ser su asistente “a larga distancia”. Poco tiempo duró el susodicho. Bebía mucho. Después, nombraron a otro no tan educado, que dejaba entrever bocanadas de humo cuando absorvía un puro con torpeza, lo mismo dentro de la oficina que en medio de un evento.

A los pocos días presenté mi renuncia y quienes la recibieron, valoraron mi brillante porvenir en la esfera estatal, “cuando madurara”.

Partí a otro organismo, e hice de todo: desde la asesoría técnica hasta editar libros de versos. Para mí, el derecho pasaba a mejor vida. La literatura y el periodismo ocuparon mis primeros planos.

Todo eso ocurrió hasta un día en que Nicolás Guillén asistió a una lectura de mis textos. Al siguiente día le encargó a su asistente que me mandara a buscar. Me preguntó dónde había nacido. Le dije en buen español que, lamentablemente, no había sido en su provincia natal, sino en Santiago de Las Vegas, en las afueras de La Habana. Su siguiente pregunta, me dio pie para la décima: “¿Me han dicho que estudiaste Derecho”, a lo que respondí: “-Sí, pero acabo de renunciar a su ejercicio, igual que usted”. El hombre sonrió abriendo su boca como si fuera a tragarse un buen pedazo de cerdo en forma de bolo alimenticio. Y mostró generosidad: “-Pues, quédate con nosotros. Aquí, en la Unión de Escritores, queda mucho por hacer, y nos hacen falta gentes como tú”.

Nunca más volví a la abocía. Ni a las buenas, ni a las malas. Ni para salvar al hijo de un familiar cercano que trabajaba en una dulcería estatal y le preparaba, de buena fe, los bizcochos para el cumple de mis hijos. Me daba verguenza tocar puertas cerradas en mi cara.

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