Cristianismo, fe y herejías
El sustantivo correlativo celebración (celebratio), desde el punto de vista litúrgico, alude a tres realidades: aglomeración, concurso numeroso, afluencia de personas; celebración, solemnidad; estima, aprecio, favor. Puede tener también el sentido de solemnizar. Celebrar en el contexto litúrgico, tiene una íntima relación con el vocablo fiesta: realización ritual del sacrificio eucarístico; salemnización de algún misterio de la salvación. Celebrar para los padres de la Iglesia, sobre todo, san Agustín, consiste en hacer visible una realidad invisible; da cuerpo, a la vez, al diálogo de Dios con el hombre y lo encierra en una acción significativa que contiene en sí el pasado, el presente y el futuro. En el celebrar de la comunidad se hace visible la iglesia local. La celebración constituye el vehículo y el contenido de una experiencia espiritual personal. Y todo es mediado a través del mundo de los símbolos (acciones, gestos, cosas) que caracterizan el rito religioso. La Iglesia, al celebrar, distingue entre: memoria, fiesta y solemnidad.
La memoria apunta a la celebración de un santo, pero podría también resaltar algún aspecto de Jesús o de María. La fiesta honra algún misterio o título de Jesús, de la Virgen María y de los santos, como los apóstoles y los evangelistas. Finalmente, la solemnidad es la celebración de más alto grado, reservada a los misterios más importantes de nuestra fe.
En la segunda mitad del mes de mayo y en la primera del mes de junio, la Iglesia ofrece a la cristiandad cinco solemnidades importantes: Santísima Trinidad, Corpus Christi, Sagrado Corazón de Jesús, Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Incluso, al mes de junio se le denomina el mes cristológico. Tales títulos cristológicos han sido combatidos por las herejías.
Estos errores cristológicos se han generado por la dificultad de conjugar en Cristo dos realidades: verdadero Dios y verdadero hombre. Las herejías han aportado mayor luz a este Misterio y la Iglesia ha podido profundizar en este único tesoro que da razón de nuestra fe: Jesucristo.
Entre las herejías cristológicas más comunes citamos el: Docetismo (carne de Cristo es una apariencia); Ebionismo (niega que Cristo haya sido engendrado por el Padre); Adopcionismo (Cristo es un simple hombre adoptado por Dios); Gnosis cristiana (Jesús no es Dios, sino un “eón”); Arrianismo (niega la divinidad de Cristo); Apolinarismo (niega el alma humana de Cristo); Nestorianismo (sostenía dos personas en Cristo: una divina y otra humana); Monofisismo (en Cristo solo hay una sola naturaleza, la divina); Monotelismo (sostenía una sola voluntad en Cristo, la divina). Hoy día pululan, también, las herejías buscando acercar cada vez más a Cristo al hombre.
Las herejías no han de escandalizarnos ni desalentarnos. Al contrario, nos invitan a afianzar y a afirmar mejor nuestra fe, para seguir dando razones de ella a quienes nos las pidan. La Iglesia siempre ha defendido la identidad del Hijo de Dios en los concilios, confesando, por ejemplo, que existe un solo Dios manifestado en tres personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, subsistiendo en una misma y única naturaleza.