Reflexionando sobre la doctrina del cambio en tiempo de la democracia y la libertad

Es difícil que hoy alguien se atreva a negar el lugar preferente de la doctrina del cambio y su impacto en las visiones sobre el devenir en la naturaleza y la sociedad.

La intensa sucesión de nuevos saberes ocurridas en el último siglo ha configurado un corpus cognoscente, un logos de impresionantes dimensiones, diversidad y riqueza; ha venido a transcribir su estructura e informaciones en las cadenas de ese ADN humano que simula los procesos lógicos del pensamiento que en sus links y nexos mimetiza las biológicas conexiones de cadenas neuronales (sinapsis), compilando flujos electromagnéticos procedentes de enormes bases de datos interrelacionadas, interrelacionables e interrelacionantes, empaquetados designados “big data” e Inteligencia Artificial (IA) actualmente en intensa promoción.

Ellos recaban grupos de conocimientos y supuestos de dimensiones monumentales, procedentes de remotos lugares y los orígenes del tiempo: empezando con los primeros signos y gestos en que irrumpió la escritura como acto gráfico comunicativo de la experiencia humana adquirida en los albores de la hominización y la Historia mediante la praxis, observación y colonización de la naturaleza. Recolectados inicialmente como gestos, credos y rituales petrificaron en petroglifos y signos en las paredes interiores de cavernas y alrededor de litos exteriores —hoy fósiles—; como información, pensamientos e imaginarios terminaron grabados en pergaminos, libros y documentos hasta desembocar, finalmente, en estas escrituras cifradas en flujos digitales que, sin importar idiomas de origen, gracias a la lingüística y a la semiótica de la intertransferibilidad entre lenguas aplicadas a la computación, obtuvieron capacidad traductora ¡flash! mediante múltiples aplicaciones cibernéticas hoy de uso público, gratuito y generalizado.

Generaciones sucesivas experimentan y celebran esa realidad ya patente del cambio: ley suprema de la naturaleza y la vida. Tanto que, habiendo comprobado las grandes diferencias entre hoy y ayer, les resulta imposible aceptar que mañana sea igual que hoy y desde sus más recónditos sueños anhelan cambios favorables para la naturaleza, la vida, sus semejantes y ellos, a su favor.

Con creciente diversidad, reñida con los seculares pronósticos, el devenir ha estado cayendo sobre las personas, sus existencias y cotidianidad con tal fuerza y regularidad que si algo se puede esperar y si algo de certeza puede traer cada amanecer es la continuidad y permanencia del cambio; la certeza de que el pasado, en sus formas y características conocidas e íntegras, ya no regresará.

La gente busca y procura cambios. A veces en su expresión comercial: la novedad. El mercado la incita y sobre ella se yergue, asumiéndola como factor acreditante de sus cúmulos crecidos de mejorados y cualificados bienes y servicios. En el transporte, el paso de los caballos a las carretas; de estas, a los vehículos impulsados por vapor, gasolinas, hidrógeno y electricidad; de los coches a los trenes, aviones, submarinos, cápsulas espaciales y satélites… Sin contar las variaciones acaecidas en las formas de propulsión o en las sucesivas y mejoradas fuentes de energías para impulsarlos…; el cambio ha sido y permanecido permanente por doquier.

El primero en formularlo fue Heráclito, mérito por el cual rige sonriente en el trono histórico de sus filosóficas previsiones. Desde él, ese logos suyo adquirió ígnea materialidad. Fulgor interior y vibrante, nutricio del símbolo llameante —el ardor— de lo cognoscente: Ser oscilando para auto increparse, cuestionando su origen, destino y circunstancias; sus utilidades y perjuicios de cuanto acontece y produce para sí, el entorno y el cosmos; que desde su minúscula expresión, su insignificante escala ante la vastedad cósmica, se lanza a aprehender todo, motivado por una ilusoria e insatisfactible vocación —y ansias— de dominar, saber y eternidad. Recorre su alrededor interrogando por igual sobre sus razones de existir y las fuerzas gravitatorias que lo atan y retienen en pie sobre la tierra; midiendo los ratios de semejanzas y diferencias registrados en lo que, en su permanente fluir, percibe, imagina, construye y toca.

Porque hay misterio, antítesis e incoherencia con la vida en esos idealismos y fanatismos que se pretenden y proclaman permanentes u eternos pese a estar en el precipicio histórico y biológico, cayendo; que, en apariencia, se empecinan en no cambiar y en soslayar la objetividad del cambio. Momentos similares murieron en las piras que pretendieron impedir las ciencias de los mártires; en las mazmorras desde la cual el confinado dijo “No se mueve” para poder escribir esos “Discursos y demostración matemática en torno a dos nuevas ciencias” (1638). La eticidad de la dialéctica encarna en su heredad: el espíritu que, según Hegel, es logos cambiado, cambiante y transformador; decidido a expresarse libre y sin ataduras; desvinculado ya de la naturaleza; rechazando que esta lo exprese o lo pueda expresar; consintiendo en que sólo las artes hablen de él sin jamás reducirlo a singularidad.

A favor del cambio hay argumentos poderosos. Los esbozan incluso los contemporáneos ecos de la socrática mayéutica. Por ejemplo: ¿ha permanecido invariable el cometa Harley en cada una de sus septuagésimas sexta orbitaciones conocidas? El observado y documentado por primera vez en el año 239 a. C., ¿fue acaso igual al que desde la tierra se pudo apreciar en los cielos del año 1986? Esa más reciente aparición suya, ¿no registrará cambios cuando re aparezca con su cola ardiente y gélida en el firmamento de 2061? En su itinerario y trayecto, ¿no habrá dejado detritos suyos o a su superficie no habrán caído, anexándosele, restos y organismos recogidos a lo largo de su periplo, su travesía orbitante del sistema solar? El cambio también se produce por acumulación o contradicciones, de ahí que genere rupturas; por variaciones matemáticas de los “componentes internos” que definen los perfiles de la nueva cualidad. Y por la brusca y absoluta confrontación entre estrellas, titanes, astros y células, protones y neutrones, hasta llegar a sus expresiones básicas: los quarks. Como nada desaparece porque en el plasma de quark-gluones los bariones que pierden sus identidades pasan a “formar una masa más grande de quarks y gluones” deconfinados, en la colisión y sus danzas intercambian propiedades para terminar siendo transformados en un mirífico acto heroico y creciente que Alejo Carpentier metaforizó para cerrar su novela “El arpa y las sombras” bajo el ritmo danzante, gestual y serpentino de tambores, trompetas y esperanzas.

La idea de realidad cambiante para mejor en la vida, la sociedad y las personas es la energía y razón que impulsan la existencia y actos de las especies y las personas.

La convicción sobre su preeminencia ha permitido satisfacer las preguntas humanas formuladas desde la antigüedad. Han sido respondidas luego de superar la tendencia a igualar ciclos y eclosiones. Juntos constituyen el acicate ardiente de su realidad y comprensión como memento o destino: constructos que desde el logar con y sobre la existencia adoquinan las rutas hacia saber obstinado a sin descanso incrementar, en desarrollar vías en perenne construcción, dirigidas hacia el destino, posible o incierto, desde mentes intensas y acuciosas. Desde sus llamas, la acción cognoscente ha enriquecido la idea sobre la realidad, conociéndola como ámbito fluctuante, haciéndola humana al apropiarla no como algo tangible y material: como realidad exclusivamente abstracta, irreductible e insojuzgable; que habitando en las consciencias y el pensar es tan “material” como rocas y aves. Con ella, asistimos a una dimensión ideal sobre lo que ya no es afuera porque, desde la doctrina del cambio que la experiencia ratifica, todo está ocurriendo, siendo, fluyendo, activo, jamás reversible ni igual; nunca retrocediendo; persistiendo —obstinado en su evolución constante—, sí, dentro exclusivamente de seres humanos y sociedades conscientes de que mañana la vida no será la de ayer ni la de hoy. La ley y acción del cambio la transformarán.

Al referir las doctrinas sobre el cambio, al pretender explicarlas, es tentación filosófico-política ir tras cadenas de vínculos, rastros que las migajas definen para indicar rutas renovadas del hilo de Ariadna: Hegel y, desde este, a C. Marx. Sin embargo, previo a estos, en el siglo XVII y en torno a la constitución del Poder, B. Espinoza ratificó esta doctrina para deslegitimar satrapías, monarquías y absolutismos, siguiendo a Maquiavelo, Hobbes y Descartes. Desde entonces, el iluminismo se encargó de que así viniera a ser. En su “Tratado Teológico Político” de 1670, publicado 120 años antes de 1979 (Revolución francesa), lo explicó de manera simple y desde Holanda: una gallina ve que cada día el granjero le lleva maíz y agua. Como eso ha vivido, está convencida de que así será por siempre y se alegra cada vez que lo ve llegar. Una Navidad, sin embargo, el granjero ingresa al corral con un cuchillo…

El cambio se ratifica en la naturaleza, la sociedad y la vida de las personas; es doctrina sobre lo único que prevalece constante. Continúa prevaliendo. Cuando las condiciones y determinantes cambian, quien no cambia perecerá. Según Max Weber, tal discernimiento establece una de las fuentes diferenciadoras claves entre el político profesional y el ideologizado; entre los que actúan movidos por la Ética de la convicción o por la Ética de la responsabilidad. Esto es: varados en idealismos y secularidades a-críticas y auto complacientes; u observando las consecuencias inminentes de su accionar.

Según la doctrina del cambio —reiteramos— la naturaleza y las sociedades no son las de ayer ni serán las de mañana. Tampoco las personas. Agua transmutadas por sus fuegos internos, siempre, sí. Cauces fluyentes desde las altas montañas de los orígenes a las llanuras y valles de las voluntades, aspiraciones, talentos y misiones; re-cimentados, debilitados y fortalecidos por los esfuerzos y recorridos; degradados o mejorados por el trajinar a través de bejucos, aguas, tierras y minerales que se agregarán o dispersarán; de sueños y esfuerzos orillados a bosques, acantilados, precipicios o al mar. Sin embargo, siempre enriquecidos para retornar lo recibido a su origen inagotable; conjugados por siempre en los tiempos y declinaciones de las tierras y las vastedades de un Nomos que es expresión mística de seres unificados al cuerpo del Todo; símbolo, quizás, de ese fuego que quemando no consume; que en su arcano y eterno destello encarna la iluminación, la libertad indómita, la esperanza irreductible y el amor.

Cada amanecer será oportunidad para verificar y comprobar que la realidad del cambio prevalece y prevalecerá.

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