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La empresa como actor político

Más de 30 grandes empresas alemanas han puesto en marcha una iniciativa en defensa de los valores europeos, llamando a la participación electoral el próximo 9 de junio y pidiendo que no se vote a la ultraderecha. Habrá quien piense que muchas de estas compañías pretenden así desterrar fantasmas del pasado cuya sombra no consiguen eliminar, pero el movimiento va más allá. Supone entender el rol político que las empresas tienen en sociedades democráticas, algo de lo que se viene debatiendo desde hace décadas entre personas expertas en el ámbito de la responsabilidad social corporativa y las políticas de ESG (por sus siglas en inglés, las estrategias ambientales, sociales y de gobernanza en las empresas).

Las empresas no son entes ajenos a la sociedad en la que operan, sino que están fuertemente condicionadas por esta, y a la vez constituyen un actor esencial en la conformación de un modelo económico, social y político. Se vio de forma clara en la pandemia y se ratifica cada vez que se analizan riesgos globales como la desinformación, la crisis climática o la desigualdad. Los informes del Foro Económico Global que se reúne todos los años en Davos así lo reflejan, sabedores de que en sociedades sanas las empresas tienen más oportunidades de crecer y crear riqueza, mientras que en sociedades enfermas es más fácil que las empresas sufran, enfermen y mueran. De ahí que estos análisis identifiquen como grandes amenazas la desinformación, la crisis climática o los factores geopolíticos, entre otros.

La definición de los elementos que configuran una sociedad sana es objeto de discusión de alto voltaje ideológico, pero las evidencias apuntan a que, en términos socioeconómicos, entornos menos desiguales son más seguros y fértiles para la generación de valor, mientras que aquellos que tienen mayores cotas de desigualdad tienen más problemas para aportar riqueza. En el lado ambiental, no hay más que pensar dónde se crea más economía, en ecosistemas sanos o degradados, como ejemplifican casos como el mar Menor o Doñana, por citar ejemplos españoles. En la parte de la gobernanza, está comprobado que corporaciones más inclusivas en género, procedencia cultural o relación con la comunidad, son más exitosas.

Este movimiento es bidireccional. El mismo entorno que condiciona la labor de las empresas está fuertemente condicionado a su vez por lo que ellas hacen. Una empresa con mayores ratios de diferencias salariales crea sociedades más desiguales, mientras que aquellas que optan por acortar las distancias, ayudan a construir sociedades más igualitarias. Ambas están dentro de la ley, pero su compromiso e influencia en la construcción de un modelo de sociedad es diametralmente opuesto.

Algunas empresas, especialmente aquellas que miran al futuro, son conscientes de esto, de la misma manera que entienden la importancia de contar con estados democráticos y sociedades plurales. De ahí el llamamiento que las grandes corporaciones alemanas acaban de lanzar, ante la perplejidad de algunas de sus homólogas en otros países. Esperan a cambio, y con razón, que el Estado cuente con ellas y les haga partícipes de los desafíos y líneas estratégicas, para las que son forzosamente necesarias. Toda la teoría del Estado relacional de Mariana Mazzucato descansa sobre esta bidireccionalidad. No obstante, no acaba aquí.

La sociedad civil y las entidades sociales son también conocedoras del rol político de la empresa. Celia debía tener esto muy presente cuando hace unos días subió a la tribuna de la junta de accionistas de Repsol a pedir que la empresa abandone los combustibles fósiles. A sus 25 años, protagonizó una acción de “activismo accionarial” para intervenir en nombre de Greenpeace señalando las consecuencias que la extracción y quema de combustibles fósiles tienen en la crisis climática, que se muestra cada día más devastadora sobre el planeta, la salud de los seres vivos, la economía, la cohesión social y la propia democracia.

El activismo accionarial es un instrumento concebido para la “acción, concienciación y resistencia” de las ONG consistente en la participación en la junta general de accionistas de una compañía para denunciar las vulneraciones de derechos humanos, sociales y ambientales en las áreas y sectores donde esta actúa. Su práctica comienza en los años setenta en el mundo anglosajón —en Estados Unidos aparece ya en el año 1933— aunque a España no llegará hasta el año 2001 de la mano de Setem y su campaña Ropa Limpia. La forma de que los activistas participen en la Junta de Accionistas se realiza bien mediante la compra de acciones, o bien consiguiendo la cesión de derechos de participación de otros accionistas o fondos de inversión, hasta reunir los suficientes como para conseguir el derecho de asistencia a la reunión. De este modo, las ONG logran que su voz y sus críticas sean escuchadas en el interior de la empresa.

En sociedades complejas como las actuales, todos los actores se mueven en redes de interdependencia. Con roles y legitimidades distintas, y, por tanto, responsabilidades diferentes, pero todos ellos tienen una función pública, en el sentido de que sus acciones u omisiones configuran una apuesta política. Las compañías no deberían olvidar este aspecto, entre otros motivos, porque la sociedad civil organizada y la ciudadanía, es decir, su clientela, lo tiene cada día más presente.

Cristina Monge es profesora de sociología en la Universidad de Zaragoza y presidenta de Más Democracia.

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