La cosa de la Inteligencia Artificial

“¿Qué es la cosa en sí ?

Sólo llegaremos a la cosa en sí

si antes nuestro pensamiento ha llegado a la cosa como cosa.”

Martin Heidegger

A. La cosa

Desde tiempos de Protágoras (c. 490 AC – c. 420 AC), el hombre ha sido entendido como la medida relativa de todas las cosas. Aristóteles (384–322 AC) lo caracterizó como el bípedo sin plumas, pero racional, además de político -en tanto que social. Y, tras el auge del Renacimiento, el ser humano devino, en tanto que consciente de sí, la medida de todas las cosas. He ahí por qué, en ese contexto occidental, la cosa de la inteligencia artificial (IA) sea lo más natural del intelecto del ser humano.

Ahora bien, en tanto que herederos del arcaico Homo habilis prehistórico del Pleistoceno temprano (alrededor de 2.8 a 1.65 millones de años atrás) su habilidad, más que al pensamiento presocrático, es la que pone en jaque que somos -y que podemos dejar de ser- la medida de todas las cosas. Lo somos, pues razonamos, programamos y nos responsabilizamos de todo, incluyendo por ahora incluso de la programación de la IA. Sin embargo, podemos dejar de serlo -según el profesor español, José María Lassalle- dado que la humanidad se enfrenta al reto de que la IA altere los fundamentos de lo que Hannah Arendt, si no antes André Malraux, definieron respectivamente como `la condición humana.

En ese contexto, adquieren singular significado dos grandes diferencias entre la vida humana y la de un artefacto inteligente, no natural.

De acuerdo con Doug Finkbeiner, profesor e investigador estadounidense, hay dos diferencias significativas entre los humanos y los sistemas de IA. “Si `apagas´ a un humano, se habrá ido”, empero, en dichos sistemas puedes escribir-programar fácilmente sus pesos y sesgos en el almacenamiento y luego “resucitarlo” y reproducirlo casi al instante. Segundo, “todos los sistemas de IA creados por humanos requieren electricidad”, mientras que los humanos -desde el momento en que nacemos- aprendemos a adquirir nuestra propia energía, hasta llegar a ser independientes de los respectivos progenitores.

La conclusión es contundente. Un robot impulsado por IA que pueda estar activo en el mundo y encontrar -de manera autónoma- su propia fuente de alimentación es más realista que una IA que se ejecuta en los servidores de OpenAI. Lo mismo, pero en palabras del investigador estadounidense, Avi Loeb:

“En un futuro más lejano, los robots de IA podrían ser capaces de interactuar con el mundo físico y generar su propio suministro de energía a partir del entorno natural”.

¿Cuáles serían los problemas capitales de tal futuro? Copio dos de ellos que, sin lugar a dudas, ponen a pensar.

B. El desafío

De acuerdo a Éric Sadin, filósofo francés, pero por supuesto, no solo él, la lengua humana es la creación singular de una persona que habla en nombre propio y con propiedad, con libertad. Pero, y esto es lo deleznable, el lenguaje estandarizado de la IA -al margen de su potencialidad derivada de un número indefinido de algoritmos- “huele a muerte”, no a la libertad, subjetividad, conciencia y responsabilidad del sujeto humano.

De su lado, unos de los más grandes pensadores de la actualidad histórica del mundo contemporáneo, el inglés Daniel Dennett, ni aplaude ni condena, solo reflexiona y afirma de forma condicional, a propósito de la IA, que

“Si convertimos esta maravillosa tecnología que tenemos para el conocimiento en un arma para la desinformación, estaremos en serios problemas. ¿Por qué? Porque no sabremos lo que sabemos, no sabremos en quién confiar y no sabremos si estamos informados o mal informados. Podemos volvernos paranoicos e hiperescépticos, o simplemente apáticos e impasibles. Ambas son avenidas muy peligrosas y están sobre nosotros”.

Si a lo anterior añadimos que, para Dennett, es asunto de preocupación la actual obsesión con las simulaciones aparentemente humanas fruto de la IA. ¡Cuántas reproducciones ficticias haciéndose pasar por seres humanos. Obvio, ese solo simulacro nos pone ya por mal camino. “Las IA´s que mejor se reproduzcan serán las que sean los manipuladores más inteligentes de nosotros mismos, los interlocutores humanos.”

Ante esas y otras tantas advertencias, algo me parece evidente y digno de ser tomado en consideración. Estamos a tiempo de no repetir errores del pasado reciente. No debemos permitirnos -como generación humana- que nos pase con la IA, lo acontecido con las redes sociales. Con estas, procedimos de manera incauta, desprovista de crítica e imaginación. Luego de establecido su dominio, y permeada la vida cotidiana de miles de millones de personas por las susodichas redes, no hemos logrado desenredarnos ni responder del todo con responsabilidad a sus consecuencias imprevistas: entre muchas otras, minar la verdad, la objetividad y la confianza, tanto institucional como interpersonal, entre los unos, los otros y los de más allá.

De ahí que, si se aprende a caminar, levantando los pies, en el ámbito de la IA, procede esta conclusión:

La popularización de la IA, sin red normativa que obstaculice, desde un sinfín de desvaríos, hasta el dopaje de conciencia o el mero terrorismo, necesariamente requiere en lo sucesivo cierta orientación;

Y, por ende, dos principios operativos que nos devuelven al mundo real de los actos propiamente dichos humanos:

1º. Para nosotros, exponentes del género humano, nuestra capacidad de comprender el mundo, incluidos nosotros mismos en él, nos ofrece el privilegio de mejorarlo, y no el derecho de empeorarlo y/o destruirlo.

2º. Dada la preocupación de que la IA se vuelva a sí misma superinteligente, se autoprograme y defina sus propias metas -de forma tal que la naturaleza y la condición cultural de los seres humanos se vean puestas en situación de jaque mate por efecto de un entorno cada vez más artificial- tenemos estas opciones:

2.a Laissez faire y que se imponga dicho mate; o,

2.b Corregir aquel entorno amenazante a la luz de la ética, así como de la eticidad objetiva que ella implica.

Aun cuando Harari yerra al concluir en una de sus obras maestras, Sapiens, que este no sabe hacia dónde lo encamina su progreso, avizoro que el mejor antídoto para evitar tan supina ignorancia es corregir tan irracional comportamiento, dotándolo de cierta teleología aristotélica, al mismo tiempo que de una brújula ética dotada de principios más acertados y respetados.

El autor es Profesor-Investigador del Centro de Estudios P. Alemán, SJ., de la PUCMM.

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