La “doctrina jurisprudencial”
La Ley núm. 2-23 importó una cláusula hasta entonces extraña entre nosotros. El literal a) de su art. 10.3 filtra la apertura a la casación a que la decisión recurrida resuelva en oposición a la “doctrina jurisprudencial”. Como su contenido ni alcance son definidos, menudean interrogantes: ¿Es un instituto tipo la súmula brasileña? ¿Una variedad de stare decisis del common law? ¿O se trata de una técnica para uniformizar los criterios casacionales?
El núcleo esencial de la función de la corte de casación de la familia franco-italiana, tal como se establece en el párrafo del art. 7 de la legislación en cita, es examinar ex tunc, caso a caso, el derecho aplicado por los órganos judiciales del mérito. Para ello, desarrolla una jurisprudencia horizontal uniforme mediante la atribución del exacto e intrínseco significado de los enunciados normativos con ocasión de las decisiones sometidas a la crítica casacional.
En palabras de Calamandrei, es “controllo sul controllo”. Tratándose de una vía de impugnación reactiva, la eficacia de las razones adoptadas es relativa, restringida a los instanciados y, por ende, su extrapolación ultra partes sería una clara invasión del Poder Judicial en la competencia del Poder Legislativo. Es lo que ha sucedido con el texto legal de referencia.
Al cerrársele las puertas de la Corte de Casación a toda decisión que se haya sustentado en la “doctrina jurisprudencial”, la Ley núm. 2-23 incorpora de suyo un mandato imperativo consistente en asumir el sentido por ella declarado respecto del contenido de este o aquel precepto como reglas adscritas o subreglas. No sin motivos, Adolf Wach afirmaba que “si la ley atribuye a un tribunal supremo la facultad de interpretar con fuerza vinculante para los tribunales inferiores, está concediéndole en realidad una función legislativa”.
Cierto que a las ratio decidendi de las sentencias del Tribunal Constitucional se les reconoce valor material de normas, o lo que es lo mismo, un carácter primario y directo en el sistema de fuentes del derecho, ubicándoseles a la par de la ley. Ahora bien, no fue por voluntad del legislador, sino del constituyente, y es precisamente ese el reproche que nos permitimos hacerle al indeterminado sintagma que consagra la Ley núm. 2-23. En su parte orgánica, la Constitución les confía a senadores y diputados la función de legislar, prohibiéndoles radicalmente delegarla en su art. 4.
Sin que constituya ningún desafío a la inteligencia, la jurisprudencia coercitiva eufemísticamente bautizada como “doctrina jurisprudencial”, cede esa autoridad, pues la anticipada suerte que indefectiblemente correría cualquier decisión que se dicte en oposición a la cláusula en análisis, es una camisa de fuerza para los jueces del orden judicial inferior, lo cual apuesta por una administración mecanicista de la justicia.
Claro que la predictibilidad del derecho materializada en la consistencia de los criterios de interpretación abona los principios de igualdad y seguridad jurídica. Empero, los jueces ordinarios no pueden reducirse a simples burócratas, a boca inanimada de la que hablaba Montesquieu, o si se prefiere, a cajas de resonancia de los criterios monopólicos de la corte de vértice, porque semejante aspiración viola palmariamente la independencia judicial que en términos vivos prevé el art. 151 constitucional.
De hecho, su parte in fine somete a los jueces del orden judicial “a la Constitución y a las leyes”, por lo que no figurando en ese elenco normativo el instituto de marcada vocación autoritaria que Lon Fuller, a mediados del pasado siglo, llamaba el “apostolado del derecho jurisprudencial”, es más que patente su contrariedad constitucional y, por consiguiente, la anemia vinculante que se le ha pretendido transferir.
Ocurre igual con el “interés casacional”, otro colador recursal de origen español que infortunadamente la TC/0489/15 exhortó aprobar como requisito de admisibilidad del recurso en mención, porque es genéticamente incompatible con nuestra carpintería constitucional. Y lo es porque, en rigor, se emplea para acceder a los tribunales supremos cuyas decisiones fijan precedentes prospectivos y obligatorios, no siendo así entre nosotros.
Si la Corte de Casación no tiene autoridad para producir derecho por sí misma, si su función es de control ex tunc, lo sensato es que su acceso no sea obstruido, ya que no habría cómo controlar la legalidad de las decisiones judiciales de las instancias ordinarias. La sobrecarga de trabajo de los supremos tribunales es lo que da pie a razonar sobre el precedente, pero no como fiabilidad del sistema, sino como herramienta de descongestionamiento.
Pero de nuevo, entre nosotros es impropio calificar los fundamentos de las sentencias de la Suprema Corte de Justicia como precedentes. Dejemos que Carolina Deik Acosta-Madiedo, reconocida docente colombiana y actual primera dama de Bogotá, lo explique: “Jurisprudencia y precedente son conceptos distintos; el primero tiene naturaleza persuasiva y argumentativa, mientras que el segundo tiene carácter normativo y obligatorio”.
Estamos conscientes de la vertiginosa circulación del derecho extranjero aquí y en todas partes, pero mientras nuestra Carta Sustantiva no sea modificada, la Corte de Casación no podrá ser legisladora contra-mayoritaria. Consecuentemente, la jurisprudencia no puede considerarse como fuente formal y directa de derecho, sino como criterio auxiliar, por lo que el osado resignificado dado en el art. 10.3 de la repetida Ley núm. 2-23, direccionándola a futuro y como velado parámetro vinculante, fue un exceso del legislador, porque se arrogó una competencia privativa del constituyente.
De paso, se llevó de encuentro la independencia judicial que proclama el art. 176 constitucional, pretendiendo hacer añicos el disenso entre jueces en tributo a la anacrónica doctrina estática que reniega de cualquier reorientación interpretativa. Ese sistema en forma de pirámide, en el que el vértice determina lo que hace el nivel inferior, “es la base de los sistemas autoritarios… lo decía Max Weber, no lo ingenié yo”, lamentaba Michele Taruffo años antes de emprender el viaje hacia lo desconocido.
La divergencia de criterios es tan natural como saludable, porque contribuye a la formación de la jurisprudencia. Ya lo decía Uberto Scarpelli, figura central del derecho italiano del siglo pasado: “Hacer jurisprudencia no es observar un bloque de mármol, sino cantar en coro… porque en el coro todos o casi todos cantan”. De manera que, en lugar de sofocar el disenso con la interpretación vinculante de criterios casacionales, enmascarada como “doctrina jurisprudencial”, debemos darle la más cálida bienvenida, pues de cara a la uniformidad y desarrollo del derecho, nada contribuye más.