El dedo en el gatillo

Asuntos de familia

Adon José León lo vi pocas veces en vida. Ambos preferimos encerrarnos dentro de nuestras profesiones respectivas en vez de andar perdiendo el tiempo en visitas y saludos que no vienen al caso.

A cada rato me llegaba al Listín una carta de su puño y letra, una especie de palmadita en el hombro por mis escritos y opiniones. Varias veces me telefoneó para advertirme su presencia lectora en las palabras que, humildemente, intenta reunir.

La primera vez que me miró de frente fue durante una de las primeras Muestras de Cine de Santo Domingo, celebrada entonces en la plaza comercial Diamond Mall.

Antes de comenzar la función él conversaba amablemente con dos cinéfilos amigos. No llevaba guardaespaldas ni acompañante. Incluso, vestía como cualquier mortal. Me limité a sonreírle, me pareció de mal gusto interrumpir su animada charla.

Nuestro segundo encuentro ocurrió con la periodista Saiury Calcaño. Ambos asistimos al entonces Edificio Corporativo E. León Jimenes. La joven profesional debía publicar la historia de la emisora de radio Raíces.

Mientras conversaba con su directora, apareció por una de las puertas de aquel local emblemático la figura de Don José, con una entrañable historia cultural. Recordó las otroras tertulias sostenídas allí mismo con un grupo de amigos, después de concluir su jornada laboral. Cuando aquello, “Raíces era un lejano sueño”.

Como hombre bien situado en su presente, nos habló de su interés por crear aquel espacio para escuchar la buena música. Le temblaba la voz de emoción, Y hasta aseguró su paternidad exclusiva de los “Mensajes de vida”, leídos entre canción y canción.

Guardo a buen recaudo su hombría de bien, su amplio sentido del humor y lo bien que supo no hacer público el liderazgo familiar puesto en sus manos.

Antes de su retiro, cambió su cargo como Presidente del Grupo León Jimenes para ejercer la profesión de recepcionista del edificio corporativo. Daba gusto verlo atender a visitantes y redactar pases de entrada, siempre sonriente, dispuesto a servir a los demás.

Antes de su fallecimiento, volvió a escribirme. Ese artículo reconoció mi empatía. Me honró por haber entendido el significado del Centro León para Santiago, para la República Dominicana y para América Latina.

Jamás le pedí un centavo, ni para ganar una dudosa lealtad ni para el patrocinio de alguno de mis libros. No fui su amigo personal, es cierto. Pero no hacía falta. Solo me le acerqué en busca de sabiduría.

No soporto la sorna. Aprendí a golpearla como lo hace el jugador de tenis, raqueta en mano,al lanzar la pelota hacia la cancha contraria. Todavía hay quien me intenta sacar de mis casillas al llamarme “cubano” o “el cubano ese”, a pesar de que desde 2009 ostento la naturalización por Decreto Presidencial.

En cierta ocasión llegaron a preguntarme si me sentía más cubano que dominicano, o viceversa. El hecho de llevar más de treinta años residiendo en Santo Domingo, sin mostrar orificios de escape, sin corromperme o sin dejar de decirle al pan, pan, y al vino, vino, me otorgan fuerzas para apoyar el escudo y la bandera a la que he jurado servir, sin olvidarme de la mía.

Ante esa pregunta, tal vez provocadora, lanzada al desgaire, mi respuesta solo pudo ser:

-Amo a la República Dominicana, y este amor me hace sentir cada día más cubano.

Soy un ser que nada tengo que perder, aunque otros cojan el rábano por las hojas. Perdónenme todos, pero sería deshonesto si olvidara la tierra donde nací junto a mis padres y mis hijos, y donde me enamoré tantas veces en mi vida.

No sé si estas palabras se ajustan a lo que los dominicanos esperan de mí. No soy hipócrita, soy cubano. Muchos de los que viven en mi patria con doble moral, con los méritos que deberían corresponderle a mis compatriotas de exilio, no tienen el valor de mirarme de frente o conversar sobre virtudes y errores cometidos. En alguna columna anterior aparece mi sentimiento hacia estas dos islas del Caribe a las que he dedicado mi vida. En La Habana, siempre salen los fantasmas del tiempo a rondar por parques y árboles, o a bosquejar por ese malecón que ni el sol ni el oleaje han podido reducir a montañas de polvo.

Don José León, en mi lugar, habría hecho lo mismo. Nunca se olvidó de su Santiago natal. Siempre volvía a él como un muchacho al encuentro de sí mismo. Allí estaban sus raíces, los mejores años de su vida.

Los dos millones de cubanos que rodamos por el mundo no lo han hecho por capricho, traición, miedo o beneficios mercuriales.

Han sido las terribles circunstancias del destino que obligan a los hombres a sobrevivir signados a una casta de míseras migajas.

Y al igual que Don José, nunca tendremos que apagar la futilidad de nuestros sueños.

En vez de escribir de política, esbozo temas similares (salvando las distancias) a esos “Mensajes de vida” de la emisa “Raíces” creados por ese hombre de bien. Todavía al escucharlos, depiertan la reflexión dormida. La libertad de expresión no engendra populismos. Con ella se escribe. Sabe a hiel cuando los textos provocan reacciones. Solo los coyotes se atreven a lanzarle sus mordidas.

Tags relacionados