SIN PAÑOS TIBIOS
Nuestros viejos se nos van
El pasado lunes 15 falleció Roberto Dargam Kourie. Esposo de Victoria, padre de César, Jorge y Miguel, y amigo de todos los que le conocimos; porque la amistad y la nobleza eran en él un fluir natural, como el agua que nace de la roca y al mucho recorrer se convierte en río. Su muerte inevitablemente me retrotrajo a la muerte de mi padre; historias parecidas y finales iguales; acaso porque a ese final nadie escapa, y sólo resta vivir una vida de manera digna, honrada, con decencia; no hacer el mal y tratar de hacer el bien a todo el mundo… y nada más, que la vida es un soplo, un rato, un momento.
Así como Roberto se fue, en días pasados murió Miguel Valerio, padre de Miguel, Martín y Alejandro; y también, Mariano Sanz, padre de Eduardo Sanz Lovatón, amigos entrañables.
En definitiva, que tal como comentaba con Taína –hija de César Medina–, nuestros viejos se nos van, y en cada partida uno recuerda y revive esos momentos –los felices y los tristes–, y toca reflexionar sobre ello, pues como bien me escribió Taína: “Se nos van. Dejan ese espacio vacío. Y si bien sabemos que es ley de vida y, de hecho, ese es el escenario natural y no a la inversa; sin embargo, siempre sale a flote esa resistencia mortal de los hijos de pensar que nuestros padres son eternos.
¿Cómo no ser eternos si son nuestros súper héroes? Si en muchos casos suelen ser el oído, el abrazo, el consejo, el apoyo, el espaldarazo. También otras tantas el regaño y el llamado de atención. Son esas figuras que de niños idealizamos, y hoy, de adultos, al quitarles la capa y humanizarlos, podemos sentir sus miedos, sus tristezas y sus ilusiones. Son ellos quienes nos enseñan a acompañarlos en su caminar que se vuelve lento, en sus ausencias, sus chistes fuera de tiempo, sus olvidos, a veces nos enseñan también a cuidarlos en una enfermedad. Justo ahí, desde ese sitio a veces privilegiado que nos da nuestra juventud y arrojo, en ese mismo instante que los tomamos de la mano o les damos un beso en la frente, caemos en cuenta de que somos grandes por ellos, justo ahí nos damos cuenta de su inmensa grandeza, de que nos han traspasado su fuerza.
Pasan los días y vamos acomodando esa ausencia, ubicando el dolor, colocando la añoranza dentro de una gaveta, metiendo los recuerdos en ese pedacito más oculto del corazón. Asimilando y viviendo cada día en su propio afán. A veces encontrando en el espejo similitudes y diferencias. En fin, la vida sigue su curso y, sin embargo, todo cambió.
Y esos días se quedan para siempre en esa niebla de la mente, en una bruma que se despeja al secarnos las lágrimas cuando acompañamos a esos amigos y volvemos de nuevo a andar con ellos ese doloroso camino”.
Gracias, Taína, porque tus palabras son las mías, y acaso, las de todos.