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El odio digital: retorno de un fantasma

El turbante apropiado para una cabeza ilustrada es la razón. Como un faro, según distancia y alcance, resplandece o se desvanece, a medida que nos acercamos o nos distanciamos de su luz. De razón y emociones, pues, se hace y deshace la vida humana. Así, cuando la gente se fía más de sus sentimientos que de los hechos, admite, sin reticencias, al gobierno tiránico de las emociones. Que, una vez instalado, ya no concederá petición o ruego que contravenga los recios lineamientos de su ley marcial. En cualquier caso, la oscuridad de la razón es la levadura indicada para la fermentación ponzoñosa del odio liminal.

Y si alguien escribiera su historia universal, faltarían páginas para completar el preámbulo introductorio de un tratado elemental. La primera condición para odiar consiste en apartar al otro psicológicamente, expulsarlo mentalmente y, acto seguido a la aversión, despojarlo de toda consideración empática. Odiar es, de alguna manera apostrofable, deshumanizar.

Manuel Cruz (2022), filósofo español, aborda el eclipse de la razón como el principio de la oscuridad en la memoria. Y dentro tantos nubarrones que la eclipsan, el odio reaparece ahora en modo digital. La muerte de los recuerdos permite que, agazapado y pérfido, su remedo paleontológico permanezca intacto, multiplicándose por los dispositivos tecnológicos que adiciona la Red. Sentimiento biológico complejísimo, cuyo balance histórico oscila entre los actos de heroicidad y las atrocidades inconfesables del teatro humano.

Tozuda y persistente, la reminiscencia se cuela con el olvido, metida en una cabeza que rara vez estará dispuesta a cambiar de ideas y que, por la misma causa, abomina dialogar. En la zona amurallada del odio, el diálogo se torna imposible. Encaramado en el caballo cibernético, el desprecio está de vuelta, acaso renovado, desde el panóptico voluminoso de la pantalla digital.

Con Antonio Damasio (2005), aprendimos que racionalidad y emoción, en lugar de oponerse, complementan. Interviniendo simultáneamente, a sabiendas de que ninguna racionalidad es posible fuera de toda emoción, puesto que la primera refuerza el atractivo de la segunda. ¡Venerable complejidad! El problema estalla cuando, para determinados individuos, la razón termina convertida en visitante sospechosa, sin reconocerla más que como sirvienta de nuestra soberana arrogancia.

Emile Bruneau (2012), neurocientífico, fallecido a destiempo, logró “mapear” y establecer cuándo y cómo se desmorona la capacidad de empatizar entre los humanos. Se preguntó si es que somos menos empáticos o algo ha involucionado en nuestras relaciones virtuales. Entendimos con él los mecanismos mentales que subyacen en el umbral del odio: las entretelas del por qué algunos humanos menosprecian a sus iguales, a veces sin una sola razón justificada. Ubicó y describió la “brecha de la empatía”, espacio donde el individuo podía silenciar la señal empática, creando un silencio racional que, en las circunstancias adecuadas, provoca el apagón sensible que oscurece nuestro sistema de pensamiento, independientemente del nivel cultural o empático percibido.

Morgado Bernal (2015), reescribió el circuito cerebral del odio, vinculado a la agresividad y al comportamiento violento, anclado en remotas estructuras cerebrales (giro frontal medio, núcleo del putamen derecho, córtex premotor y la ínsula), la mayoría de ellas situadas en “el cerebro antiguo”.

Pero llegar a la deshumanización, todavía más compleja y explosiva, implica un escarpado peldaño: porque, además de odiar, el individuo lo hace saber, fríamente, al odiado. Utilizando la vía racional y sin intervención de ningún proceso impulsivo.

Sobre puente común, el odio va precedido del insulto y la devaluación de la víctima. A diferencia de la rabia, el peligro y el miedo, las fuentes del odio están conectadas a un patrón totalmente distinto. Mientras que la felicidad, la tristeza y el arrepentimiento, dentro del cerebro, toman caminos diferentes y resultan más fácilmente identificables, estables y predecibles. La peor conclusión, para más inri, retumba al comprobar que los agresores no suelen perder el juicio, sino que, todo lo contrario, actúan muy conscientes de sus pasos, con indicaciones claras hacia el sujeto desdeñado.

En larva, crisálida o embrión, la gestación acaracolada del odio anida un sentimiento ceñudo, tribal y enrollado en la pasión. En tiempos de incertidumbre, los fantasmas del pasado retornan con crudeza y vulgar revelación. Procurando estabilidad y coherencia, mantienen la soberbia a flote junto al error. Absurdos son los elogios y la necesidad de una coherencia fallida y errática cuando, quebradas las bridas de la razón, se desbocan hasta el odio.

Hoy, entre sofisticado y cool, impera un autoritarismo pacato, atado a las cuerdas de la Red. Incitado por la impotencia y la ansiedad, el odio penetra de puntillas en el panóptico global, rearmando las piezas de una democracia digital, de espectadores. Celebrada con el estupor de la libertad ilimitada, pero vacía (Han, 2018). Aquí deberemos comprender que lo que define al verdadero monstruo --dice Manuel Cruz-- es el daño que genera y no en nombre de qué lo hace. Esgrimir la libertad para ensuciar la dignidad del otro es el apagón primitivo de la razón.

Ortega y Gasset llamó “adanismo”, a la osadía vicaria (tan despampanante hoy) de aquellos que, por su “enfermedad inmadura”, reniegan de todo y se autoproclaman pioneros de novedosas epopeyas, existentes únicamente en su paraíso mental. La Red, que de tantas virtudes goza, también es medio y cultivo especializado para quienes enervan la polarización y el totalitarismo ideológico.

Usuarios de la falacia ad novitatem, en busca de validación social, abrazan el argumento supuesto de que su idea es correcta o superior por ser más reciente o novedosa. Obvian que la veracidad de un hecho descansa, hasta prueba en contrario, en la evidencia que lo sustenta. Apuestan y juegan la vida y la honra en un mundo (virtual) donde ni siquiera ya la realidad misma es un referente inequívoco. Donde casi todo está cuestionado, sacudido, conmocionado.

Como toda cobardía, el odio encarna la mímesis de un pasado espantoso y desmemoriado. De las consecuencias más deplorables del empobrecimiento mental y del declive reflexivo de la conciencia humana.

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