Alí Babá, el otro calumniado
No pocos creen que Alí Babá fue un forajido, un caco al mando de cuarenta ladrones.
En el imaginario popular prima la idea de que fue un brigante que gerenciaba una gavilla de saqueadores.
Alí Babá ha venido a convertirse en el ladrón por antonomasia; en el más socorrido adjetivo a la hora de identificar a quien se enriquece sin causa.
Es como si existiera una suerte de sinonimia entre acaudalamiento ilícito y el personaje de la emblemática obra de la literatura universal: “Las mil y una noches”; una recopilación de cuentos y leyendas orientales en los que la interrupción obra como ardid durante mil y una noches, permitiendo a Scherezade conjurar la misoginia del rey Schahriar, quien tomaba por esposa a una doncella que haría decapitar al día siguiente como venganza por las infidelidades de su mujer.
Sin embargo, Alí Babá no encabezó pandilla alguna, ni hizo parte de la horda de cuarenta malandrines a los que alude el relato.
Alí Babá era un honrado leñador. Disfrutaba de reconocimiento. Su capacidad de ahorros le permitirá comprar una recua de tres asnos, y así, acarrear más leña y prosperar. Llegó a despertar tal simpatía entre leñadores, que uno de ellos le ofreció a su hija en matrimonio.
Un día, mientras leñaba en el bosque, escuchó ruidos en la espesura, pero sólo reparó en que sus asnos habían abandonado el pasto.
Atormentado, trepó a un árbol buscando divisar a los animales.
Sorpresivamente avistó a un grupo de malandrines a caballo que parará al pie del árbol que había trepado. Logrará ocultarse entre la fronda. Los maleantes desmontaron. Alí Babá los contó hasta cuarenta. Cargaban sacos pesados. Se detuvieron frente a una roca. Uno de ellos dirá con voz grave: ¡Ábrete, sésamo! Y la roca se abrió.
La cuadrilla de ladrones entró a la gruta, dejó los sacos y se marchó.
Tras alguien decir: ¡Sésamo, ciérrate! La roca volvió a su lugar.
Alí Babá, tardará en colocarse frente a la roca. Finalmente se acercó y dijo: ¡Ábrete, Sésamo! La roca se abrió. Una vez dentro se encontró con asombrosa cantidad de seda, oro, plata, monedas y piedras preciosas. Tomó monedas hasta llenar tres sacos.
“Abrió la roca con las palabras mágicas y con las palabras mágicas la cerrará”.
Puso rumbo a casa
Cuando su mujer vio las monedas dudó de la honestidad de su marido; pero al conocer la historia, se maravilló, convencida de que el destino, y no el pillaje, colocó el oro en su camino.
Como podemos ver, Alí Babá no integraba la banda de forajidos, y mucho menos hizo de mentor o cabecilla de cuadrilla alguna.
Podría argüirse que distrajo tres sacos atochados de monedas ajenas y eso lo convierte en reo de robo; que no siendo suya la cosa sustraída —que no apropiada—, siempre se reputó de otro. Pero resulta que en buen derecho, el robo es la apropiación fraudulenta de la cosa ajena, es decir, el desplazamiento de la posesión sin consentimiento de su propietario.
En la Persia del siglo X —lugar y fecha en que se escribe “Las mil y una noches”— el robo era definido como el apoderamiento de un bien que pertenece a otra persona y que se encuentra guardado en lugar seguro. Se consideraba una infracción de tal gravedad que El Corán dicta la amputación de las manos “…como castigo ejemplar de Allah…”. En la especie, las reglas del Islam no vienen aplicables: las monedas no han sido sustraídas al dueño, de hecho se encontraban en dominio de los forajidos, en su escondite.
Se recordará que a Alí Babá le bastarán unas palabras mágicas para hacerse con las monedas.
Un enfoque de esta circunstancia en derecho comparado nos permite afirmar que en el peor de los casos habría que hablar de hurto, no de robo; esto es, distracción de la cosa sin consentimiento del dueño, con ánimo de lucro, pero sin violencia, elemento este último que caracteriza al robo en algunas legislaciones. En la nuestra viene como circunstancia que agrava la infracción convirtiendo al robo simple en robo agravado.
Entre nosotros no existe distinción entre robo y hurto; el legislador lo refiere por única vez en el artículo 380 CP dejándolo desprovisto de fuerza punitiva.
Ahora bien, sea robo o hurto, igual que en el antiguo derecho persa, para configurar la infracción se requiere la existencia de un agente agredido; esto es, el titular del derecho ofendido, cuyo consentimiento está omiso; pues no bastará afirmar que si la cosa no es nuestra será ajena.
Se precisa identificar al ente lastimado, al dueño de las monedas distraídas. Bastaría que apareciera reclamándolas tras la sustracción. Mas no se conoce que el dueño de las monedas apareciera en momento alguno.
Entonces, tendríamos que hablar de una retención injusta de la cosa, pero no de hurto, y menos aún de robo.
Jurídicamente hablando, en ausencia del dueño de la cosa, en ausencia de una verdadera defraudación, faltaría un elemento constitutivo fundamental para que se configure el ilícito. Por tanto, los hechos conocidos no podrían ser subsumidos en el supuesto de la ley.
La tradición solo se ocupa de calumniar, sin corroborar la imputación contra el leñador, quien jamás asumió jefatura de horda alguna ni sustrajo nada probado como ajeno.
Es sabido que cuando el hecho no es retenido por la ley, o bien, cuando solo se habla, pero no se prueba, no existe infracción alguna.