enfoque
La cruz de los carpinteros
Un carpintero salió al monte con su hijo en procura del tronco seco de un árbol. Necesitaban la madera para cumplir con el encargo de unos muebles. Después de agotar una jornada fatigosa llegaron al alto donde lo había ubicado.
El niño que conducía el borrico cargado con el hacha y la sierra se animó con la llegada. Y al momento que se iniciaban aserrando con entusiasmo se escuchó el piar estremecido de unos polluelos acunados en un hueco del tronco, y los gritos de los padres de los pichones que aterrados se quejaban.
José—un hombre justo—enjugando el sudor de la faena se quedó meditando en el dilema de la muerte: los pichones, el leño… los muebles, la vida.
El niño sin dudar exclamó: “no podemos cortarlo papá; ellos llegaron primero”. El sol de las tres de la tarde reverberaba ígneo en el lugar, abrasando, quemando…
Seguido de un silencio largo, José dijo: “son carpinteros, son como nosotros, esperemos que vuelen y se marchen. Volveremos después”. Con las espaldas escaldadas por un sol que se les reventaba inclemente volvieron al poblado de Nazaret.
Esa noche mientras cenaban contaron la historia a la madre del niño que con un guiso les servía, y José explicó cómo habían respetado las crías de los pájaros carpinteros. Ya la familia descansaba al calor del hogar cuando el niño dijo: “papá, mamá, no tumbaremos el árbol de los carpinteros, el otro día avisté dos más que también están secos, y que aunque son más pequeños servirán para el trabajo”. José, que había aprendido a apreciar estos impulsos de su hijo, estuvo de acuerdo, y María, guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón.
El tiempo pasó y el niño se desarrollaba en edad, sabiduría y gracia delante de los hombres.
Cuando ya era un hombre, caminó desde Nazaret de Galilea, hasta el Jordán, para ser bautizado por un primo suyo de nombre Juan, que decía: “yo bautizo con agua, pero, detrás de mí viene uno, a quien yo no soy digno de desatarle las sandalias, que los bautizará en Espíritu Santo y fuego”.
De camino vio el árbol seco con el nido en el tronco ahuecado, tallado por los carpinteros. De nuevo había pichones. Y recordó el Hijo del Hombre su niñez animándose al arrullo de los pajarillos con la misión que en ciernes tenía.
Buscó a seguidas, después de esta ablución, el fuego del desierto, la purificación y el discernimiento; y, siendo tentado en medio de alimañas y zarzas ardientes, resistió todas las asechanzas y trampas del diablo.
De regreso, a los cuarenta días las aves no estaban, se habían ido; solo quedaba el hueco lleno de plumón. El hijo del carpintero siguió su camino con más ardor.
Jesús ante el estupor de todos despidió a las lloronas y plañideras de un velorio, y resucitó a la hija de un hombre de oración audaz llamado Jairo.
Pero salió de allí y se llegó de nuevo a Nazaret para ser prácticamente repudiado por la incredulidad de los que se mofaban con preguntas de desprecio como ¿no será éste acaso el hijo del carpintero?
Y multiplicó panes y peces, limpió leprosos; se transfiguró en el Monte Tabor. Y repetía: “He venido a traer fuego a la tierra y quiero que arda”. Entró a Jerusalén en un pollino sin estrenar y maldijo una higuera que luego se secó. Hasta que siendo perseguido por la insidia de los hombres fue apresado en el Monte de los Olivos; juzgado en el Sanedrín y por Pilato. Condenado injustamente a muerte de cruz bajo los cargos de blasfemia y sedición.
Su cruz, la que le construyeron los hombres para darle muerte, la hicieron de un leño seco. Igual al árbol que siendo un niño respetara por respetar la vida. Y cuentan algunos apócrifos, que, desearía dar por ciertos, que mientras cargaba este madero infame muchos pájaros carpinteros revoloteaban conminándole solidarios a que les permitiera horadar con su pico la cruz para mitigar su peso; mas Él, flagelado de azotes no se lo permitió.
Y cuentan también, que cuando uno de ellos haciendo caso omiso de la advertencia divina, se empeñaba en sacar los clavos de las manos del crucificado, trocósele la lengua en clavo; y como señal de que a fin de cuentas se trataba de un asunto de solidaridad entre carpinteros, una gota de sangre redentora cayó sobre la cabeza del ave… produciéndose entonces el milagro.
Es que desde ese día, desde esa hora—las tres de la tarde—tienen los pájaros carpinteros el auxilio de una lengua de acero y, a modo de zarza ardiente, el fuego de un penacho rojo en la frente.