Umbral

Los temores a una conflagración nuclear

El pasado lunes el Parlamento húngaro aprobó, 188 votos contra seis, el ingreso de Suecia a la OTAN, luego de año y medio en que los parlamentarios oficialistas, bajo la orientación del conservador y ultranacionalista, opuesto a la inmigración en Europa, Viktor Orbán, torpedearan la iniciativa que daría ingreso inmediato al país nórdico, en razón de que, luego del visto bueno de Turquía, y para cumplir con el requisito de que todos los integrantes del club militar multinacional deben consentir los nuevos ingresos, sólo Hungría faltaba por asentir para que se consumara el hecho.

De acuerdo con los grandes medios de comunicación corporativos y analistas internacionales prooccidentales, la integración de Suecia a la OTAN viene a ser una respuesta de Occidente a la operación especial o invasión (dependiendo del punto de mira que se tenga) en Ucrania o a Ucrania, cuestión que de acuerdo a los hechos no responde a la realidad, pues resulta que durante el proceso de desintegración de la URSS, y, específicamente, cuando Mijaíl Gorbachov firmaba el acta de defunción del enorme país fundado por Lenin, y antes de estampar su firma, le hizo prometer al secretario de estado James Baker, que la Alianza Atlántica no se expandiría hacia Rusia, la heredera del pasivo político de la Unión Soviética, promesa que, al cumplirse la primera década del fin de la Guerra Fría, estaba rota.

La primera ola expansiva se produjo en el 1999 bajo el gobierno de Bill Clinton, a pesar de los consejos de sus asesores en materia de política exterior que le advirtieron de las consecuencias futuras de una acción como esta. Estaban seguros de que Rusia reaccionaría para poner a salvo su integridad territorial. Otros asesores del mandatario, más centrados en el tema electoral, le convencieron de la pertinencia de esta jugada de cara al triunfo demócrata. Como era de esperarse, el deseo de que su partido continuara en el gobierno tuvo más poder de convencimiento que los sólidos argumentos que proyectaban un futuro en el que quizás un adversario interno enfrentaría las consecuencias de la movida. Con una Rusia sin rumbo, en manos de un alcohólico que estaba más pendiente de la política exterior de Washington que de los problemas de su país, Polonia, República Checa y Hungría, los tres antiguos países que estaban en la esfera de influencia de la URSS, entran a la OTAN; una organización creada para impedir que los soviéticos avanzaran hacia Europa, pero que al seguir existiendo, luego de que las causas que dieran origen a su creación desaparecieran, quedaba claro que vendría a jugar un papel geopolítico menos regional, como en efecto ha sido. Por ello también se procuraría que no sólo los antiguos países de la órbita soviética fueran parte de la organización, sino que antiguos países de la URSS como Estonia, Lituania y Letonia fueron integrados junto con Rumanía, Bulgaria, Eslovenia y Eslovaquia en 2004. Luego serían Montenegro, Macedonia y Finlandia en 2017, 2020 y 2023 respectivamente.

El intento de engullirse a Ucrania, que llevó al golpe de Estado de 2014, inició la guerra advertida a Clinton y que ya ha perdido Kiev. La Rusia de Yeltsin no existe, la guerra ha fortalecido al país de los zares, ha desangrado a Europa, desindustrializándola y haciéndola menos competitiva; ha acelerado la recomposición geopolítica y puesto al mundo al borde de una conflagración a gran escala, tras las confesadas intenciones del liderazgo europeo de enviar tropas de la OTAN a la zona del conflicto, con lo que acorralarían a la más poderosa potencia nuclear que ya no tendría nada que perder.