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Artistas e intelectuales: a votar por el país, sin odios, venganzas, traiciones ni rencores

El inicio de la crisis de la modernidad la denunció el estado de las consciencias registrado en Europa al finalizar la 1ra Guerra Mundial. Sin importar el flanco en que las personas —desde pensadores a artistas; desde pobres a ricos, exceptuando a los poderosos, claro— estuvieron, aquel sentido de frustración e inconformidad con el presente que el romanticismo hiperbolizó e inoculó en la cultura adquirió, de súbito, influjo poderoso, revelándose ahora como emotividad justificada ante lo que la guerra atestiguó con creces: la crueldad humana.

La Primera Guerra Mundial demostró, entonces, la carencia de bondad subyacente en los poderes de los estados, en los líderes políticos y militares y en los enrolados en los ejércitos: todos propiciaron tal barbarie, saturando de espanto las consciencias y la sensibilidad.

Las guerras entre las naciones europeas ocurrían, generalmente, allende sus fronteras, en las lejanías del Atlántico y el Pacífico, o en los territorios conquistados de América y África, de modo que sus ciudadanos sólo escuchaban sobre ellas, sin experimentar de forma directa sus consecuencias, más allá de pasar a ser súbditos de uno u otro soberano. La conflagración más reciente acontecida en los territorios europeos habían sido las napoleónicas (1803 – 1815). Desde la derrota de Napoleón Bonaparte (n. Francia, 1769 – †Santa Elena, Inglaterra, 1821) en la batalla de Waterloo (1815) por la coalición integrada por Gran Bretaña, Suecia, Austria, Prusia y Rusia —reminiscencia mínima del Sacro Imperio Romano-Germánico (962 o 963 al 1806)—, las sociedades europeos, y especialmente sus juventudes, no conocían del marasmo vital que producían las guerras ni de las crueldades cifradas en matanzas, dominios y asesinatos. La Primera Guerra Mundial cambió eso radicalmente al obligarles a vivirlas en sus carnes. Las diferencias entre las naciones del viejo Continente que llevaron a la Guerra de Crimea (1853-56) se pelearon en los territorios del extremo Sur oriental europeo (Mar Negro) y se habían resuelto mediante la diplomacia, cuyo punto de inflexión, la “paz armada” de Otto Eduard Leopoldo von Bismarck-Schönhausen (1890), abrió las puertas a ese primer conflicto armado que desde 1815 se peleaba en territorios europeos.

Como relicario al que caen las cosas substanciales, el arte y el pensamiento, incluyendo la poesía, de pronto se constituyeron en ámbitos de resguardo del otro hombre, el diferente, el mejor, el civilizado, pacífico, solidario y reclamante. Hacía menos de un siglo que la 1ra Revolución Industrial, nacida del “Factory Sistem” ideado por Richard Arkwright en 1769 y del invento, por James Watt (1736-1819), de las máquinas impulsadas por vapor en 1786, en Inglaterra, había concluido, dejando —eso sí— significativos aportes, cifrados en un nivel de comodidad y calidad de vida y bienes jamás soñados ni tenidos por sociedad y personas algunas en cualquier periodo anterior la historia o región del planeta. Efecto de tal deslumbramiento, la fe en que los avances científicos y sus aplicaciones tecnológicas garantizarían el surgimiento de un mundo mejor, más humano y justo, se sembró como la nueva Fe, el credo de los “Nuevos tiempos”: un paradigma protagónico desde la filosofía del Iluminismo y ahora irrebatible y convertido en ideología capitalista, inculcado en las consciencias mediante el poder seductor de sus evidencias, sustituyendo los viejos dogmas y destronando las deidades.

Desde la Filosofía de la Ilustración, el racionalismo y la sociología clásica las sociedades experimentaban ese proceso desacralizador de sus instituciones y preceptos, una clarinada común que reprodujo al unísono aquel espíritu acucioso y racional instalado desde el Renacimiento: el saber, la prosperidad, la bondad humana y toda la creación expresaban a Dios (panteísmo). Ahora los ideales de prosperidad y sociedad justa serían instalados como consecuencia del desarrollo.

El enriquecimiento de la emergente burguesía alcanzó tal descomunal grado que se constituyeron en los verdaderos poderes sociales y junto al poder financiero se colocaron en condición preferente sobre reyes y monarcas. Finalmente, reclamaron por sí y para sí mismos el poder del Estado bajo la forma republicana y mediante generalizadas guerras y luchas civiles, políticas y armadas. Como consecuencia empezaron a ser los dueños de los estados y, por consiguiente, a moldear las formas de los gobiernos que, para subsistir, constituyeron a los pequeños, medianos y grandes empresarios en los medios de su financiamiento ya que estos sectores se auto constituyeron en intermediarios entre el gobierno y los contribuyentes en los temas de la supervivencia de la gestión pública: los impuestos. Anteriormente, estaban dentro del poder exclusivo de los monarcas. Ahora, con tal poder en las manos, la ideología de estos sectores se vio enriquecida con los paradigmas del liberalismo económico, es decir que como el gobierno no podía ni tenía las vías directa para interactuar con los ciudadanos con el fin de obtener de ellos y por sí mismo los impuestos correspondientes para su existencia y sostenibilidad, anclados al mercado, ese ámbito decidió exigir la intervención mínima posible del gobierno del Estado en sus operaciones, legitimando el derecho a una feroz competencia que, por los resultados, en vez de generar mejores y más económicos bienes y servicios para los consumidores, ha terminado por doquier, reduciendo progresivamente los el valor real de salarios y sueldos de los trabajadores y empleados. Rober Nozick (EE. UU. n. 1938 - †2002), en su obra “Anarquía, Estado y utopía” (1974) actualizó y radicalizó la doctrina del liberalismo económico formulada por Adam Smith (Escocia, n. 1723 - †1790) en su obra “Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones” (1776), llevándola al extremo al postular un “Estado mínimo”, sin violar los derechos de nadie, sólo licuando las funciones de control gubernamental sobre las empresas, los negocios y el mercado.

De tal modo, la experiencia frustratoria de los ciudadanos ante los gobiernos sucedidos en la Europa durante el siglo XIX y principios del XX contribuía progresivamente a fortalecer esa sensación de malestar que el arte y la cultura expresará con tanta energía y diversidad.

A pesar de los discursos dominantes a favor del progreso y desde la política redentorista, soterrados, en las alcantarillas de los remanentes feudales, de los viejos privilegiados desplazados y en las ahora explotadas clases trabajadoras y en la pequeña burguesía persistía el ideal de justicia, uno que Friedrich Engels (n. Prusia, 1820 – †Londres, Inglaterra, 1895) ejemplifica mejor que Carlos Marx, al haber sido un rico comerciante y financiar el trabajo político de los socialistas.

De tal modo, Desde K. Marx y Proudhon a Nietzsche, la Filosofía europea incorporó una visión común: la inconformidad, la protesta. Una convicción, que radicalizaba los postulados de Jean Jacques Rousseau (n. Suiza, 1712 – †Francia, 1778) la atenazaba: La sociedad está enferma y, en consecuencia, daña al ser humano, o viceversa, mediante sus obsoletas “relaciones sociales de producción” y la vigencia del derecho a la propiedad. Las diferencias entre ellos radicaban en los análisis de sus fuentes —la patogénesis de tal enfermedad social— y en las curas que para restablecer su ideal social proponían: ninguna azucarada ni melosa, sin embargo, distanciándose con ello de Rousseau quien cifró el surgimiento de mejores sociedades en dos teorías: una sobre la necesidad de preservar la bondad originaria del ser desde la formación (“Emilio o de la Educación”) y otra sobre el rol de la justicia como base del estado social (“El Contrato Social”), ambas publicadas en 1762.

Los desencantados de los gobiernos europeos desde mediados del siglo XIX a inicios del XX recurrieron a las herramientas radicales que el romanticismo, el racionalismo y la Ilustración les habían legado: la democracia radical, la dialéctica como doctrina del cambio y la historia de las sociedades y los poderes. Bajo tales influjos, propusieron mejoras sociales pacíficas llevadas a cabo por prohombres y filántropos; la expropiación de la propiedad, considerada origen del mal por Pier Joseph Proudhon (Francia, 1809-1865) y Karl Heinrich Marx (n. Tréversis, Alemania, 1818 – †Londres, Inglaterra, 1883) y la profundización de la glorificación del yo individual que el romanticismo había abocetado y que ahora alcanzaba dimensiones de entidad total, de espacio de racionalidad desértica, absolutista y carente de lo que la guerra había demostrado que valía un bledo: la sensibilidad y credos humanistas, fórmula ostentada por Friedrich Nietzsche (Alemania, n. 1844 - †1900) quien apeló a la auto construcción y al dominio como consecuencias de la voluntad, de una consciencia radicalizada en el objeto de su fin, declarada razón del ser y razón de Estado, absoluta y casi divina por radical, intolerante e inapelable. Tres “superioridades” conjugadas en tres tipos de gobiernos del Estado ante los cuales el valor intrínseco de las personas se erosiona en función de la supervivencia heroica y del Poder.

Las artes —poesía, narrativas, plásticas y tecnológicas— expresaron tal desconcierto. Gobierno tras gobierno, periodo tras periodo fueron incorporando insatisfacciones y, en respuesta, inaugurando la rebeldía que a mediados del siglo XIX empezó a transitar hacia al clímax que las vanguardias lograron a principios del XX y cuyas obras y resultados los museos del mundo recogen y exponen hoy como momento cumbre de la absoluta libertad y del valor imperecedero.

Más que el materialismo dialéctico de Karl Marx, fue esa especie de nihilismo asociado a las reminiscencias románticas y a la supremacía del Yo la causa fundamental del absolutismo que en las artes reclaman los artistas proponiendo estilos de su exclusiva propiedad, amparados en su visión personalísima e innegociable. En realidad, las vanguardias coronaron al romanticismo, pero uno agnóstico y desconcertado. Ante sus corrientes todo ajeno al arte y al artista perdió valor y dignidad, especialmente los liderazgos y las razones de Estado, las convenciones sociales y cualquier otro tipo de convencionalismo, esto es, los fundamentos mismos de las sociedades, incluyendo, especialmente, a los gobernantes, administradores públicos y representantes del Poder. Es por lo cual el arte nuevo de occidente inició en los perímetros del anarquismo y en la huida (desde los palacios y protección de los mecenas al espacio del abandono que los llevó a los campos libres de Barbizon, al simbolismo y a la realidad espuria de la condición social, la cotidianidad y las relaciones de parentesco de los artistas, filósofos, poetas y escritores), una corriente de gente hermanada por su condición y aspiraciones sociales que en cultura cobró más importancia que el materialismo dialéctico de K. Marx, pues a diferencia de este, que imponía la racionalidad derivada de la observancia de los procesos reales de la naturaleza e hiperbolizaba la posibilidad de estructurar un gobierno del Estado afincado en el ideal del bienestar colectivo, aquel era un espacio para dar riendas sueltas a la subjetividad, esto es al imperio de las necesidades y visión individual sobre el cosmos, como factor modelante de tales realidades, credos y sentimientos sociales.

A votar con integridad por la grandeza del país dominicano

Si se recurre a la historia del descontento que con relación a las circunstancias vitales y a sus líderes experimentaron los ciudadanos y artistas desde mediados del siglo XIX a inicios del XX, es con el interés de mostrar cómo todos tuvieron sobradas razones para estar insatisfechos de y con todos. También recordar al sector cultural que bien conocen y que explica en mucho las circunstancias en las cuales viven, vivimos y continuaremos viviendo con más o menos grado de probabilidad si nuestro futuro depende de otros. También para referir esa otra insatisfacción que los acicateó: la estética. Esta los colocó ante una posición despectiva respecto a la historia cultural y las artes anteriores que hoy entra a un remanso de encuentros y desencuentros dados como “incorporaciones” en las postulados y resultados de muchos artistas que van alcanzando gran reconocimiento.

También para resaltar que el ser humano continúa inmerso en su proceso de supervivencia crónica y creciente, es decir de reducción de su calidad esencial a los determinantes que, como imperativos, la condición económico social dominicana les impone desde la política y el ejercicio de los derechos y los deberes como factor común a todos los ciudadanos. Pero más que ello, desde el accionar propio, de lo que cada cual hace para tomar las riendas de sus vidas y cifrar un destino tejido puntada tras puntada del hacer cotidiano y persistente.

Significa que invitamos a los intelectuales y artistas a no dejar de observar nuestra condición de país improductivo y, en consecuencia, pobre. De abandonar los súper egos que modelan las egolatrías. De continuar este sendero nacional de pobreza e improductividad que nadie ha alterado desde el inicio colonial, nuestra nación continuará transitando el proceso que garantiza la eternidad de su subdesarrollo y las artes y la cultura, su proceso de estancamiento y pena, salvo limitadas excepciones. No es algo nuevo, se radicalizó con la Primera República, en el siglo XIX. Desde entonces, no se ha podido lograr que los gobiernos del Estado —y entre ellos los gobiernos municipales— asuman el deber de adoptar de forma inequívoca una orientación nacionalista y social en sus políticas interna y, en el caso de los gobiernos centrales, exterior.

No somos los únicos varados ante este espasmo. En tal Viacrucis acompañamos a centenares de naciones que sufrientes marchan hacia su Gólgota, impulsadas apenas por insostenibles e irracionales esperanzas. En ellas, los ciudadanos viven ese proceso de supervivencia tetraédrica: biológico-física, económica, social y espiritual, que la auto percepción de sí (personalidad) y los valores socialmente dominantes en sus comunidades les imponen, haciéndolos experimentar un conjunto de deseos, aspiraciones y metas reñidas con nuestra condición de subdesarrollo estancado y de unas relaciones políticas de las cuales esperan lograr las satisfacciones a sus expectativas y auto imagen.

Sin embargo, si algo demuestran las vanguardias es que los artistas no son parásitos sociales. Y que un estamento cultural etizado premia el talento, desestimando todo lo que al arte y a la cultura es superfluo.

La llamada pirámide formulada por psicólogo estadounidense Abraham Maslow (n. 1908 - †1970) jerarquiza esas necesidades que motivan o determinan el comportamiento humano y que en política activan el accionar ciudadano. El artista, como ciudadano, incorpora también es díada.

Las elecciones que tienen lugar hoy las decidirá sin lugar a dudas el resultado que los sufragantes consideren como experiencia adquirida en torno a la interrelación relativa de los cinco componentes de esas necesidades de Maslow en sus vidas.

Así debe ser. Más que eso, postulamos y proponemos que así sea.

Frente a las urnas hoy, cada sufragante será más ético, más dominicano y más ciudadano si produce un voto ponderando qué tanto cree que quienes se postulan a las diferentes posiciones en los ayuntamientos le posibilitaran satisfacer tales necesidades con dignidad. A saber: a) supervivencia físico-biológica, relacionadas con los servicios de agua, la gestión del entorno comunitario para hacerlos espacios seguros e higiénicos; b) la estima personal: aportes a la convivencia pacífica, al respeto a las personas, la protección de los mayores y niños y propiciar condiciones de vida inocuas; c) necesidades sociales: promover espacios para el divertimento, los deportes, la cultura, fomentando la tolerancia, el respeto entre las personas, la eticidad del romance y del amor, velando por vías públicas seguras y asistiendo a las personas ante accidentes y daños; d) necesidad de seguridad: garantizar vínculos eficientes con las fuerzas del orden para incrementar la vigilancia policial, reducir el microtráfico y actos delictivos en sus comunidades, incluyendo las agresiones sonoras y el control del tránsito; y e) necesidades fisiológicas: garantía de que las personas reciban alimentos y bebidas que cumplen las normas fitosanitarias, posean espacios de sana diversión y para el relacionamiento romántico. Entre otros.

Valorando, a partir de tal tabula rasa, a los candidatos que hoy se presentan ante el soberano —entre quien los artistas e intelectuales cuentan—, y desestimando modos corruptos o pasionales de elegir, cada artista e intelectual nacional tiene hoy una oportunidad de ejercer el poder de que dispone en nuestra Democracia para impulsar su ideal de una República Dominicana mejor y de actuar —él— como dominicano honesto, digno y civilizado.

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