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OTEANDO

Tres miradas

Esquivó la mirada. Era un gesto que alojaba todo un universo. Para empezar, indicaba que lo había hecho de nuevo, se había vuelto a echar en el pecaminoso lecho de los placeres. Y, después de hacerlo, después de vivir la recurrente previa tensión dialéctica entre el instintivo deseo y la razonada culpa, esta había terminado siendo la deliciosa y vencedora elección que parió esa suerte de resaca moral tan especial que ahora comportaba.

Pero ¿por qué era especial? Ah, porque era infernal, pero efímera. Y lo mejor -acaso peor, si ello fuera considerado desde la perspectiva de él-, porque, si es verdad que la primera falta es la más difícil de cometer y la primera culpa es la más duradera, las faltas y las culpas que siguen van convirtiéndose en una adictiva costumbre que la memoria evoca y a la que el instinto empuja. Y más si se es creyente. Porque, como decía Benedetti, los creyentes disfrutan más que los ateos engañar, burlar, saltarse las reglas, ya que la amenaza del castigo provoca la comisión de la falta en la búsqueda del humano disfrute de lo prohibido.

Se había levantado esa mañana y había hecho el acostumbrado ritual que siempre precedía su golpe: le dio los buenos días sin mirarle a la cara y le preguntó si él desayunaría. A la respuesta afirmativa, le preparó su preferida tortilla española acompañada de un café americano. Le hizo varias preguntas sin importancia -como quien no encuentra modo alguno de disimular su pérfido proyecto amatorio-, al tiempo que iba dándose los toques finales del maquillaje que él, inocentemente, tanto celebraba, por el resultado que producía: el añadido rubor anacarado de sus pómulos resaltaba las diminutas pecas marrones causantes de esa sensualidad sin igual de la que era dueña.

Se marchó para llegar pasada las seis de la tarde. Él leía Moby Dick, pero al verla entrar se levantó y fue a su encuentro para darle el acostumbrado recibimiento. Le dio un beso en la frente y puso el libro en la repisa del pasillo que comunicaba la sala con el comedor para, a seguidas, encender el televisor en el canal que transmitía su noticiero favorito. Ella se ocupó en los deberes domésticos pendientes. Llegada las nueve, él se fue a la cama. Ella se duchó, y ya frente al espejo de la alcoba, mientras se deshacía de sus aretes y se untaba las cremas del desencanto, le echó, entonces, esa mirada un poco mezcla de amor y compasión, al tiempo que le dijo: “que descanses”.

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