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SIN PAÑOS TIBIOS

Que entre Negronis te veas

Camilo caminaba las calles de Florencia a la misma hora –la del aperitivo–, e inevitablemente terminaba siempre en el mismo lugar: la barra del Café Casoni. La historia cuenta que en 1919, con ganas de nadar a contracorriente, le pidió a Fosco Scarselli que al tradicional “americano” que siempre le preparaba –y que todos los habitué tomaban–, le cambiara la soda por ginebra, dando origen a uno de los cócteles más famosos del mundo, el que hoy lleva su apellido: el Negroni.

Algunas veces, en lo simple reside lo complejo, y en otras, la simpleza se convierte en perfección cuando se manifiesta en belleza y puro gusto estético. La simpleza escoge los caminos más cortos, y la necedad los más largos. Mezclar tres partes iguales de Campari, vermú rosso y ginebra, para luego, en un vaso “Old Fashioned” hacerlas coincidir con una piel de naranja y un cubo de hielo generoso parece poca cosa, pero, entre hacerlo bien y hacerlo mal hay sólo un paso, de ahí que los puristas se cuiden tanto de la forma como del fondo, mientras que los demás mortales naufragan frente a cualquier trago mala clase, sin apenas darse cuenta.

Así como hay mixturas correctas e incorrectas, así también hay buenos y malos bares donde ir a deambular a lo seguro. Hay pocas buenas barras en esta ciudad de tapones infernales –admitámoslo–, y eso es grave. Es decir, pocos bares o restaurantes tienen buenas barras que inspiren y provoquen sentarse y dejarse llevar por lo que pasa en ellas, o simplemente no hacer nada.

Diván psiquiátrico de consultas existenciales, espacio de amarre de negocios, puerto a donde arriban corazones rotos o coto de caza exclusivo de tiradores certeros, las barras son el alma de un bar, su esencia misma. Más allá de las restricciones sociales, prejuicios de clase o constructos desfasados, en la barra confluye lo peor y lo mejor que habrá en un lugar en una noche, de ahí que dominar su espacio –el territorio– es tan importante como conocer sus códigos y el lenguaje que en ella opera.

Una barra no es un lugar para cobardes ni indecisos, que vamos, que se va a lo que va… aunque toca a cada quien decidir lo propio, porque una vez allí –cuando te sientas–, el bar queda dividido entre todos los demás y los que están ahí, sentados; observando y siendo observados; y no es lugar para nimiedades ni diálogos superfluos o narcisistas, sino para el amor y sus misterios; esos que nunca dejan de atormentarnos, los que se vislumbran fugazmente en una mirada breve, intensa y profunda, esa que indica aprobación para el cortejo.

No hay otra mejor combinación posible que barra y Negroni, y quien piense lo contrario está equivocado. Lo de la falsa historia de Camilo se lo dejo a los demás, que yo me quedo con los pantalones blancos, los loubutain, y el pintalabios rojo, que hoy es viernes y eso es como sacarse la lotería… o acaso más de ahí.