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El grado uno de la escritura, contrapropuesta a Roland Barthes

  • MÉDICO: Ya veis: sus ojos están abiertos.
  • DAMA. Sí, pero están cerrados a la sensación.
  • MÉDICO: ¿Qué es lo que hace ahora? Mirad, cómo se restriega las manos.
  • DAMA. Es un gesto acostumbrado en ella, hacer así como que se lava las manos: la he visto seguir en ello sin parar un cuarto de hora.
  • LADY MACBETH. Todavía hay aquí una mancha…. ¡Fuera, maldita mancha! ¡Fuera digo! Una, dos: bien, pues es hora de hacerlo. El infierno es tenebroso. ¡Va, mi señor, va! ¡Un soldado, y con miedo! ¿A qué hemos de temer quién lo sepa, cuando nadie puede pedir cuentas a nuestro poder? Con todo, ¿quién habría pensado que el viejo tenía tanta sangre en su cuerpo?

SHAKESPEARE, William. Macbeth. 1606.

Esta entrega recurre al lenguaje computacional, en su matriz binaria, de cero y uno, para observar, desde esta metáfora de fundamentos tecnológicos que apela a las ausencias y las presencias de flujos (input-output), a los apagados y encendidos, a los resultados y a su carencia, proponer una poética diferente de aquella que resulta del “grado cero de la escritura” propuesto por Roland Barthes (Francia: n. 1915 – †1980).

Proponemos, por tanto, una poética afincada en y resultado del grado uno de la escritura. Poética significa aquí todo discurso y praxis, individual y colectivo, que genera un resultado estético creativo.

Según Roland Barthes (“El grado cero de la escritura”, Siglo 21 Editores, Argentina, 2003, traducción de Nicolás Rosa) la modernidad francesa (Baudelaire, Rimbaud) alteró esa idea clásica sobre la Poesía que la entendida praxis escritural diferenciable del “discurso mínimo” o prosa en los aspectos cuantitativos, mensurables propios de cada una. La poesía era, postuló, acumulativa, sumatoria de atributos específicos del lenguaje: metro, rima, imágenes (+a+b+c, respectivamente) en tanto la prosa, lo inverso: sustracción de ellos, desnudez de “artificios”.

Las identidades imputadas a tales modos escriturales durante la antigüedad no focalizaban —continúa— sus particularidades cualitativas. De tal modo, la dosificación de elementos “estéticos” establecía la distancia entre ambos al grado que, aclara Barthes, esa Poesía era una variación ornamentada de la prosa, jamás un lenguaje diferente. Esta apreciación atribuye a la poesía clásica calidad derivativa —ornamentada— de la prosa.

Con tal valoración Barthes lució fanático, negando a la poesía pre moderna cualidades sí verificables en ella. Expresó: “«Poética», en la época clásica, no designa ninguna extensión, ningún espesor particular del sentimiento, ninguna coherencia, ningún universo separado, sino la inflexión de una técnica verbal, la de «expresarse» según reglas más bellas… y sociales”. Y remata: “Proyectar fuera de un pensamiento interno que sale armado del Espíritu, una palabra socializada por la evidencia misma de su convención”.

Primeramente, asistimos a un postulado saturado de las ambigüedades propias de la generalización. Más aún: recurrió ese autor a metáforas en un texto de pretensiones lingüísticas: lenguaje que “¡sale armado del Espíritu!”, dice, ¡poetizando al modo clásico!

Barthes quedó lejos de entender la esencia de la poesía clásica frente a la prosa y simplificó sus particularidades in extremis, ignorando los universos tipológicos de sus anclajes.

La condición poética de los discursos estéticos clásicos no derivó —y poco lo ha hecho después— del lenguaje mismo sino del constructo imaginario que formulaba y “transportaba”. Hablamos de una dimensión determinante en las artes: el tema, en este caso poético —mitológico o fantástico—. Dicho con mayor precisión: el referente. En términos griegos: el carácter o las historias, poetizados. Es el ámbito al que tal prosa —recuérdese que Barthes la entiende como escritura no poética— no puede ingresar dado su función gnoseológica, descriptiva, desnudamente funcional (comunicación). La poesía, desde la clásica a la actual, en cambio, tiene utilidades adicionales, especialmente constituir sus ámbitos en realidades integradas, sí, por muchos elementos más que los participantes en la prosa. Y superan los cuantificables elementos embellecedores. En tal sentido, Barthes tiene razón al considerar la escritura poética como sumatoria. Más aún si en tal término se puede incluir esa calidad integradora de imprevisibles diversidades que distingue y particulariza al lenguaje poético y se articula desde la escritura poética. Ese factor cuantitativo multidimensional, por tanto, establece una diferencia cualitativa entre ambas formas de escritura: la poiética, por un lado, y la meramente coloquial, descriptiva y la lógico-argumentativa propia del lenguaje científico, por la otra.

En varias ocasiones hemos abordado este impacto del lenguaje poético sobre la prosa y los lenguajes: no sólo hace “más social” y “elegantes” los lenguajes cotidianos y especializados; también más comprensibles, esto es: les permite encadenamientos circunstanciales y “territoriales” de ámbitos desconectados porque una propiedad del lenguaje poético: trae consigo unas referencias sensibles a la realidad que les son ajenas a la prosa descriptiva, desnuda, al resultado cero de la escritura. A esa pretensión del autor de que a partir de la modernidad, “los poetas instituyen (…) su palabra como una Naturaleza cerrada (?), que reúne a un tiempo la función y la escritura del lenguaje”.

Si no habláramos de Barthes afirmaríamos que tal postulado fue dislate. Tratándose de él, argumentaremos que la palabra en los poetas jamás puede poseer “naturaleza cerrada”, por razones que bien puede explicar F. Sausure y que contradicen abiertamente la función comunicacional del hecho lingüístico, en cuyas aguas también navega el lenguaje poético. Ni como hecho escritural físico la interrelación entre significante y significado puede constituir una naturaleza cerrada, un resultado nulo; por el contrario: sí otra abierta o relativamente abierta, como podemos constatar en las polisemias, fogón donde se cuecen las sinonimias.

Barthes está en lo cierto al afirmar que la poesía es más que “prosa exclusivamente ornamentada” o “amputada de libertades”. La poesía no puede renunciar a los “ornamentos” —termino que necesita ser definido con más precisión y menos ambigüedad y que en la modernidad y postmodernidad refieren más que atributos formalizantes— porque constituyen el ropaje de sus universos. Los ornamentos —la rabia social en “Las flores del mal” de Baudelaire, por ejemplo— son un agregado al hecho informacional/testimonial de su escritura e ilustran el rol de la poesía en la constitución de dimensiones que van más allá de la realidad: los sentimientos: “En nuestro cerebro bulle un pueblo de Demonios”, afirmó ese poeta. Recurrió a ese tropo para instalar una realidad inexistente, un constructo que transita desde lo físico a lo emocional. No sólo denuncia la calidad de un estado de situación social/personal que —gracias a la función esperada de la poesía, la constitución de arquetipos— deviene poblacional y, adicionalmente, apela a otras dimensiones: ética, emotiva, conductual....

Como vemos, podemos establecer una diferencia cualitativa entre la poesía clásica y la moderna y posterior en el grado de síntesis y complejidad con que se construye el hecho poético en ambos períodos. Introduzco aquí un término que explica por qué la poesía es más que escritura. El hecho ficcional, ajeno a la “prosa”. Para comunicarse, la escritura poética recurre a referentes procedentes de todos los lenguajes humanos, culturas y tiempos. Para explicarlo recurrimos a uno de los más soberbios: el teatro y su actual versión, el cine, por su riqueza lingüística y complejidad intrínseca y constitutiva. El hecho poético trasversa las artes y los discursos al apelar a dos funciones claves de los lenguajes: connotar y denotar. La escritura poética de resultado más que cero, es la responsable de articular tal transversalidad. Tenemos un ejemplo a mano: cuando los evangelistas del “Nuevo Testamento” recogieron aquel prototipo del lenguaje político romano basado en un hecho (factor denotativo) —lavado de manos de Pilatos ante la disputa de los superiores religiosos frente a Jesús— para comunicar una idea (connotar) de desvinculación, dejaron claro que la poesía, desde la antigüedad, tiene un asiento destacado en la interrelación expresión-entendimiento. Que el encadenamiento inherente a los tropos puede ir desde lo objetual a lo lingüístico, a través de lo sonoro y la visualidad que testimonian. De tal modo, la independencia material o física que Sausure estableció entre significado y significante constituye una de las fuentes de tales encadenamientos y de las posibilidades de su articulación poética ya que, desde su origen, remiten a lo inexistente para establecer una existencia, afirmación que nos lleva a la idea generatriz fundamental de la poiesis.

Estos recursos evolucionan en el tiempo. Los que continúan siendo útiles permanecen y se integran al repertorio discursivo cultural que nutre los diferentes lenguajes y praxis artísticas, caracterizados por el tiempo y caracterizando los momentos de la cultura. En Macbeth (1606), William Shakespeare recurrió al mismo lavado de manos de los evangelistas para que Lady Macbeth denotara su incómodo sentimiento ante el acto cómplice y la traición realizados en el cual sus valores y sentimientos fueron contradichos por su voluntad y deseos de poder.

De tal modo, constituir el hecho poético no ocurre al azar y menos resulta del “azar de palabras” como pretende Barthes. Menos aún de lo que él afirma de la poesía moderna, al expresar que “las palabras producen una suerte de continuo formal del que emana poco a poco una densidad intelectual o sentimental imposible sin ellas” para que caiga “el fruto maduro de una significación”, esto es una aventura: “el encuentro de un signo y de una intención”.

Una Odisea como esa resulta inalcanzable si —como dice Barthes que es necesario— el acto poético “destruye la naturaleza espontáneamente funcional del lenguaje y sólo deja subsistir los fundamentos lexicales”, que de las relaciones sólo conserva “el movimiento, su música, no su verdad”. Sin embargo, nótese, afirma que “la Palabra poética nunca puede ser falsa”. Estas imprecisiones y hasta contradicciones son lamentables en un autor como Barthes. La verdad poética es un hecho objetivo, multidimensional y de una lógica diferente a la característica de la prosa. Gracias a ella la poesía satisface esa —como él la denomina— “gula sagrada” que, sin embargo, no hace a las palabras terribles e inhumanas, como él pretendió. Al contrario: las eleva a unos niveles de sublime y heroica humanidad.

A este encuentro dichoso de la escritura con el espíritu denominamos poesía y la denominar el grado uno de la escritura. 

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