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SIN PAÑOS TIBIOS

“Volver a los 17”

En una fila el tiempo hace que la mente vuele y se diluya en la nada, y aunque las redes y la Internet les han quitado el sabor a morbo, indiscreción y chisme que antes tenían, les queda algo del encanto que brinda poder escuchar conversaciones ajenas; deleitarse en miradas furtivas; o entablar una genuina conversación entre extraños que el momento de tedio los hace próximos, así sea por un rato.

Así como las miradas de todos los presentes estaban atentas a las pantallas de sus celulares, así toda mi atención se dirigió hacia la joven que discretamente se acercó al mostrador y conversó brevemente con el encargado. Y mira que dejarse cautivar a estas alturas es difícil –con tanta sobre exposición carnal de parte y parte–, pero a veces, en lo simple reside la belleza más compleja, que suele ser la más discreta y silente; la de la hermosa joven con vestido a rayas azules de un algodón ligero, tenuemente almidonado y sin mangas, que, cortado por debajo de sus rodillas, dejaba entrever las pantorrillas, sin caer en el recato evangélico, pero sin dejar de ser sensual y elegante. Que vamos, que donde quiera que hay botones –y más si van del cuello a la entrepierna–, hay deseos de desabotonarlos, que para algo fueron hechos y puestos.

De repente, todos los que estaban en el salón desaparecieron, y ya sólo quedaba ella hablándole a la nada frente al mostrador, y yo a unos cuantos metros, observándola; deleitándome en la acompasada cadencia de sus brazos, que se movían como palomas al ritmo de sus palabras; sintiendo en la distancia el aroma que emanaba su negro pelo cada vez que los dedos de sus manos trataban surcos en él, mientras lo recogía sobre su nuca para mayor tortura de mis ojos.

Entonces sentí mi cuerpo paralizarse al verla, como creí encontrar en la cifra exacta de las pecas que guardaba su cara, el impulso esencial que me devolvería a la vida; esa que me había sido arrebatada con tan sólo una mirada, en una fugaz tierna sonrisa; cándida como los 24-25 años que quizás tendría, y que yo, en el final del verano de mi vida, creí sentir como un nuevo sol de primavera después del más crudo de todos los inviernos. Y así mi mente me hizo sentir joven, y, “cual mago condescendiente”, vi en ella todas las puertas del futuro abiertas, y deseché todas las trampas cronológicas y los designios del tiempo.

Así seguí en la distancia sus ademanes, hasta que se rompió el hechizo que hacía invisible a todos los presentes, y escuché la voz del dependiente que le decía “Póngase detrás del don”, mientras señalaba el final de la fila en que me encontraba; y ella caminó desafiante, rutilante y hermosa; cruzando frente a mis ojos sin decir una palabra, hacia un lugar que asumí que sería lejano a mí –con alguien por el medio–, hasta que descubrí, con espanto, que el “don” era yo.

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