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MIRANDO POR EL RETROVISOR

La condena a niños sin voz, ni voto

La historia de la humanidad tiene en los tratados internacionales la vía más idónea para normar las relaciones entre los países.

En la antigüedad, el comercio y los conflictos bélicos impusieron la necesidad de concertar, con una marcada influencia político-religiosa.

La palabra empeñada tuvo en el pasado un enorme peso al momento de pactar, por igual el juramento como sinónimo de compromiso y la llamada “buena fe”, ese principio ético-jurídico que motiva a actuar con honradez y honestidad a los contratantes.

En Estados Unidos, la mayoría de los presidentes que asumen el cargo juran sobre una Biblia, incluso Barack Obama y Donald Trump lo hicieron sobre dos libros sagrados. No es un mandato de la Constitución estadounidense, más bien una tradición que impuso George Washington, el primer gobernante de esa nación.

En la Biblia hay ejemplos elocuentes sobre el compromiso de jurar. En el libro Eclesiastés 5:5, su autor, el sabio rey Salomón, advierte que “Mejor es que no prometas, y no que prometas y no cumplas”. Y el evangelio de San Mateo 5:34-37 recoge una reflexión de Jesucristo de que “No juréis en ninguna manera … sea más bien vuestro hablar sí, sí, no, no, porque lo que es más de esto, de mal procede”.

La intención de ambos pasajes bíblicos no es rechazar tajantemente el juramento, sino que se tenga cuidado de no tomarlo a la ligera y asegurarse de que será cumplido antes de comprometerse.

En el juramento que hacen todos los presidentes al asumir el cargo se comprometen a cumplir “fielmente los deberes del cargo” y a “respetar la Constitución y las leyes”. Pero es más bien una tradición y protocolo sin ninguna validez, porque en el ejercicio terminan haciendo todo lo contrario, faltando a ese deber sagrado con la Patria y los ciudadanos que otorgan a los gobernantes el privilegio de representarles.

Dentro de esas normas que juran respetar los jefes de Estado están los tratados internacionales, con tanta fuerza en su aplicación que, cuando son relativos a derechos humanos, en el caso de nuestra Carta Magna, tienen jerarquía constitucional y son de aplicación directa e inmediata por los tribunales y demás órganos del Estado. (Artículo 74).

Y entre esos pactos internacionales con tal categoría, el más ratificado en la historia de la humanidad, sobre todo por la protección especial que amerita el segmento de la población al que está dirigido, es la Convención sobre los Derechos del Niño, firmada el 20 de noviembre de 1989 y puesta en vigor desde el 2 de septiembre de 1990. Ha sido reconocido por 196 países que pertenecen a la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

No se trata de una simple declaración. Es un acuerdo de carácter obligatorio para los Estados Partes que, en 54 artículos, garantiza un conjunto de derechos a toda persona que no haya alcanzado la mayoría de edad.

El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) ha planteado que “la aceptación de la Convención por parte de un número tan elevado de países ha reforzado el reconocimiento de la dignidad humana fundamental de la infancia, así como la necesidad de garantizar su protección y desarrollo”.

Esa convención, en su artículo 2, establece que “Los Estados Partes tomarán todas las medidas apropiadas para garantizar que el niño se vea protegido contra toda forma de discriminación o castigo por causa de la condición, las actividades, las opiniones expresadas o las creencias de sus padres, o sus tutores o de sus familiares”.

Y en el artículo 16, advierte que “Ningún niño será objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia ni de ataques ilegales a su honra y a su reputación. El niño tiene derecho a la protección de la ley contra esas injerencias o ataques”.

Hay quienes alegan que sobre los niños también debe recaer el peso de la condena, ya sea jurídica o moral, que se impone a los padres porque al final terminan beneficiándose de los desmanes de sus progenitores.

O que los padres deben pensar en sus hijos antes de incurrir en cualquier acción deleznable para evitarles la condena de los “jueces sociales”, que se arrogan el derecho de ser más implacables que quienes emiten sentencias en los tribunales.

No dejan de tener razón, pero al pensar de esa manera olvidan que esos niños y niñas no tuvieron ninguna incidencia en las decisiones de sus padres o tutores. La realidad es que, en todos los ámbitos, son los grandes olvidados por la arraigada convicción de que en las cosas de adultos no tienen “ni voz, ni voto”.

Esto pese a que la citada convención dispone también que los Estados Partes garantizarán a los niños que estén en condiciones de formarse un juicio propio, el derecho de expresar sus opiniones libremente en todos los asuntos que les afectan, en función de su edad y madurez.

Si una amplia mayoría apoya que los niños carguen igual responsabilidad por las inconductas de los padres, entonces podríamos asumir también que los progenitores asuman las culpas por los yerros de sus vástagos, incluso después de alcanzar la mayoría de edad. Y si algunos argumentan que, como adultos ya salieron de su influencia y ahora son responsables de sus actos, podríamos razonarles que siguen siendo culpables porque los forjaron y educaron.

Cuando se registra un feminicidio-suicidio, pocos piensan en el drama que viven los hijos menores de edad que quedan repentinamente en la orfandad. Con las secuelas de los desastres naturales hablan los adultos de las penurias que enfrentan, pocas veces se toma en cuenta que los hijos sufren igual y hasta mucho más por su indefensión. Niños y niñas padecen por las guerras que inician los adultos sin consultarles y también por los matrimonios que terminan en divorcios sin pedirles su opinión.

Si estamos convencidos de que los niños son responsables de las inconductas de sus padres, ¿Para qué firmar una convención que garantiza sus derechos y después jurar sobre una Biblia que serán sagradamente respetados?

Con tan solo abstenerse, los políticos evitarían echar por el suelo sus firmas, juramentos y la buena fe que deben observar cuando se comprometen.

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