SIN PAÑOS TIBIOS

Sin Chapulín a la vista

La República tiene un gran cúmulo de problemas estructurales por resolver. De poco ha servido crecer ininterrumpidamente por más de 50 años si, al fin de cuentas, continúan acumulándose rezagos en un amplio conjunto de temas que van desde agua, educación, salud, vivienda, energía, etc. Ciertamente somos una sociedad más rica, desarrollada y próspera, pero esa mejora de los indicadores de desempeño económico no se ha reflejado en la misma proporción en los indicadores sociales. En los hechos, tenemos 50 años barriendo la casa y toda la mugre la hemos puesto debajo de la alfombra… y ya no cabe más.

Las soluciones de muchos de estos problemas son también estructurales y requieren no sólo de abordajes adecuados y presupuestos robustos, sino también de acuerdos y pactos políticos que garanticen que las mismas puedan implementarse paulatina y sostenidamente, sin importar las oscilaciones políticas.

De todos los problemas que nos agobian, que deterioran nuestra calidad de vida, que nos frustran y nos hacen ver con pesimismo y desaliento el futuro, el tránsito es quizás el único que tiene una solución a medio término a la vista. En efecto, todos los demás problemas demandan grandes consensos y recursos, pero el tránsito requiere esencialmente –en primer lugar– de voluntad política. Ningún problema refleja tanto la precariedad institucional del país como el caos que cotidianamente se vive en nuestras calles, y eso es de exclusiva responsabilidad y competencia del gobierno de turno… el que sea.

Independientemente de cualquier obra de ingeniería vial que se proyecte o implemente –ya sea metro, teleférico, tranvía, monorraíl, acuabús, autobuses, bicicletas o burros– toda medida pasa por el cumplimiento del marco normativo vigente. Podemos hacer cualquier anuncio y dar cualquier picazo, con relación a cualquier gran obra o iniciativa vial, pero mientras no seamos capaces como Estado de exigir –e imponer– que todo el mundo se pare en rojo en un semáforo, estaremos dando vueltas en círculos.

El INTRANT y la DIGESETT no están a la altura de los desafíos institucionales que el tránsito supone, pues así como uno se muestra incompetente en su capacidad de organización, regulación y gestión de ese ordenamiento, la otra se muestra negligente en la aplicación de las disposiciones sobre las cuales este se sustenta. Parecería más bien que ambas instituciones se deleitan en ser cómplices y promotoras del desorden; y, o bien se regodean en la displicencia institucional; o han tirado la toalla; o están hastiadas de órdenes cruzadas y requerimientos desde la superioridad para que brinden facilidades a todo aquel que invoque la cláusula del “¿Usted sabe quién soy yo?”.

La anulación del procedimiento de licitación pública llevado a cabo por el INTRANT para “la instalación de la red semafórica del Gran Santo Domingo”, por parte de la Dirección General de Contrataciones Públicas (DGCP) el pasado jueves 23, más allá de su resolución definitiva en el ámbito judicial, nos retrotrae al principio de nuestro caos urbano. Con todas las promesas de mejoría puestas en los resultados de dicho proceso, ahora, sin contrato, sin semáforos y sin agentes que hagan cumplir la ley, la ciudadanía se encuentra desamparada, y ya ni siquiera podemos preguntar: ¿Y ahora, quién podrá defendernos?