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Enfoque: Política internacional

Washington, un museo vivo de la historia estadounidense

Huyendo por unos días de la agitación y la prisa habituales de la ciudad donde vivo, escapo rumbo norte con mi familia y nos refugiamos en un hotel en Arlington, separado de Washington, la capital de Estados Unidos, solo por el anchuroso Potomac. Al otro lado del río se extiende el pueblo de Georgetown, con la calle M colmada de restaurantes y tiendas, que recuerda las ciudades mediterráneas.

En Georgetown también se encuentra la famosa universidad que lleva el nombre del pueblo, en un edificio de perfil medieval, donde no es difícil imaginar a Harry Potter estudiando lecciones de magia.

Al día siguiente tomamos el Metro hacia la capital. Para bajar hasta los andenes en la estación de Rosslyn, la enorme escalera automática se pierde en las profundidades de la tierra en un largo descenso que puede espantar al visitante desprevenido. Los locales bajan a toda velocidad la larguísima escalera mientras miran la pantalla de sus teléfonos móviles, seguros de que no darán un paso en falso. Los turistas descendemos con mucha más precaución.

Al salir a la superficie en McPherson Square, cerca de la Casa Blanca, el día es luminoso y apacible, una jornada perfecta para visitar la sede del Poder Ejecutivo.

El primer presidente de Estados Unidos, George Washington, escogió en 1791 el lugar para construir la mansión presidencial. El año siguiente, se puso la primera piedra del edificio, diseñado por el arquitecto irlandés James Hoban. Al cabo de ocho años de construcción, el presidente John Adams y su esposa, Abigail, se mudaron a la residencia, que todavía estaba sin terminar. Desde entonces, cada presidente estadounidense ha ocupado la Casa Blanca, que ha pasado por numerosos cambios y renovaciones desde su inauguración, y que fue incendiada por los británicos durante la guerra de 1812 y reconstruida por el propio Hoban. La residencia tiene actualmente seis pisos, en los que se reparten 132 habitaciones y 35 baños, y cuenta con 412 puertas, 147 ventanas, 28 chimeneas, 8 escaleras y 3 ascensores. Conocida en diversos momentos como “el Palacio del Presidente” o la “Mansión Ejecutiva”, su nombre actual se lo dio el presidente Theodore Roosevelt en 1901.

Al salir de la Casa Blanca para seguir visitando la histórica capital, el espejo de agua que se extiende entre el monumento de Washington y el de Lincoln es tan liso como un cristal; solo la bandada de patos que mora apaciblemente en el largo estanque altera su superficie. En el National Mall, el largo paseo lleno de monumentos que va desde la Casa Blanca hasta el río Potomac, se respira tranquilidad. Pero muy cerca, en la propia mansión presidencial, en el Departamento de Estado en Foggy Bottom, en las agencias gubernamentales que se alzan como hongos por toda la ciudad, se planea con agitación el inmediato porvenir. La calma es un espejismo, un reflejo en el agua al pie del obelisco levantado en honor a George Washington.

Avanzando hacia el sur, casi sin pensar hacia dónde nos dirigimos, nos topamos con el monumento de Martin Luther King. El coloso de granito parece observar la lejanía, el futuro. A través de la brecha que divide a la Montaña de la Desesperación de la que emerge la figura de King, se puede ver en la distancia el monumento de Thomas Jefferson. Dos forjadores de la nación están unidos por el portentoso diseño arquitectónico.

King no solo fue un luchador por los derechos de las minorías, sino también un pacifista que se opuso firmemente a la guerra de Vietnam, el conflicto de su tiempo.

“Las tinieblas no pueden expulsar a las tinieblas; solo la luz puede hacerlo. El odio no puede expulsar al odio; solo el amor puede hacerlo”, es una de las 14 frases de King inscritas en piedra alrededor del monumento. La paz que envuelve al sitio como un manto protector evoca la paz por la que el pastor de Atlanta luchó toda su vida.

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