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algo más que palabras

La guerra es un tremendo mal de males

“Más pronto que tarde tenemos que hermanarnos, salir de este enfermizo calvario dominador, por el camino de la mano tendida y el corazón en diálogo”.

Nuestra misión es practicar el bien para establecer un final para la discordia. Por desgracia, hay un mal de males que nos deshonra y nos obliga a huir al género humano; son las guerras que no cesan para revés de todos, pues son tan destructivas que, el mismo brío compasivo, queda empedrado por el odio y la venganza. Evitar el combate en lugar de vencer en él, sin convencer a nadie, es la mejor certeza de sanación del alma, porque ni los vencedores seducen ni los vencidos se meten tampoco en costura. Es una auténtica vergüenza que no hayamos aprendido aún la lección y que cada día crezca todavía más la falta de consideración al derecho internacional humanitario. En efecto, son muchos los moradores que se ven obligados a huir para salvar la vida, dejándolo todo en el baúl de los recuerdos para emprender arduas rutas hacia destinos inciertos donde, a menudo, continuará el sufrimiento. Desde luego, a poco que no cerremos el oído al grito de tantos dolores sembrados, nos daremos cuenta que ha llegado el momento de gastar más dinero en programas sociales que en armamento militar. Es cuestión de que todos examinemos bien nuestras responsabilidades y actuemos en ayuda unos de otros.

Cualquier ofensiva entre humanos es una incivil conquista. Hagámoslo de una vez por todas, demos protección a tantos seres indefensos, que están siendo víctimas de nuestro ánimo salvaje. No podemos continuar cometiendo crímenes de guerra y no rendir cuentas de ello. Esta violencia planetaria no surge de la nada, activemos otros aires más armónicos en nuestras existencias y andares vivenciales. Por otra parte, tenemos también que reducir la intensidad de los diversos conflictos, con menos maquinaria de combate y más servicios de emergencia como los corredores humanitarios. Sin duda, nos merecemos otro progreso más sensible, para que podamos cohabitar armónicamente como personas libres, justas y fraternas. De lo contrario, estaremos siempre en absurda batalla, bajo la sombra del espectáculo de las contiendas, que lo único que injertan en nosotros es tensión, divisiones, dudas y desconciertos. Tenemos que llenar nuestros pasos de concordia y nuestras miradas con horizontes de sosiego. Seguramente, entonces, tendremos que calmarnos por dentro y tomar la razón del recto juicio, para tranquilizar las acciones hacia un único pueblo unido, en un inolvidable orden mundial.

Preferiría la reconciliación más inoportuna a la más oportuna de las operaciones combatientes. Indudablemente, hemos de avivar en nuestros interiores otras filosofías vivenciales que no sean el ruido de los enfrentamientos, que nos dejan sin palabras, porque realmente dominan nuestra historia. Aprendamos a reprendernos a nosotros mismos, esta primera tarea personal es fundamental para instruirse a pasar páginas y para adentrarnos en otras aspiraciones de naturaleza más contemplativa, como puede ser salvar el espíritu y la libertad de todos. Será bueno, por consiguiente, cultivar un lenguaje de acuerdos sin obviar los recuerdos. De ahí, lo vital que será, encontrar un lenguaje nuevo que nos haga más corazón que piedra. Ojalá proliferen los gestos de armonía en nuestro itinerario, los servicios desinteresados hacia los países más necesitados. No malgastemos la energía en llamaradas crueles, pongamos el empeño en dar las treguas necesarias para rehacerse y cambiar de aires. La paz es obra de cada cual consigo mismo, lo que nos exige un comportamiento decidido y una actitud solidaria, que es lo que verdaderamente nos activa la conciencia de formar una sola familia sustentada en los vínculos y sostenida por la clemencia.

Sea como fuere, de ningún modo podemos continuar dándole fuego a los desórdenes, aumentando las crisis en lugar de reducirlas. No así a los recursos de las gentes, en la mayoría de las ocasiones insuficientes para estabilizar a las poblaciones castigadas por las injustas invasiones. Para empezar, nos merecemos otras atmósferas más comprensivas, porque la quietud se pierde cuando el uso de la explotación y de la fuerza produce los amargos frutos del odio y la fragmentación. Más pronto que tarde tenemos que hermanarnos, salir de este enfermizo calvario dominador, por el camino de la mano tendida y el corazón en diálogo. Naturalmente para sustentar el principio fraterno, se requiere de otras mentalidades, además de otras visiones políticas menos contaminadas por la codicia del poder, las ideologías o por los propios privilegios de los poderosos. Nos urge, por tanto, ganar mutua confianza entre sí, para contribuir a hacer otro mundo donde sea posible la unidad de la familia humana. Quizás nos falte mucho más respetar al ser que somos, los auténticos valores y sus culturas, la legítima autonomía y la autodeterminación de los demás. Fuera fronteras y frentes, pues. ¡Qué la oposición es siempre una acometida absurda, una derrota de la humanidad en definitiva! 

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