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El esplendor de las tribus digitales
Releyendo el pensamiento de Byung-Chul Han, centrado en su texto Infocracia (2022), exploramos su destilada interpretación de la comunicación tecnológica que amenaza con gobernar el siglo XXI. Nos zambulle, entre brevedad y presteza, en el desquiciante momento de esta era singular del tiempo digital. Dibuja, a manera de anatomía descriptiva del presente, los perfiles de las nuevas tribus beligerantes, que ya enrumban el debate democrático de la actualidad:
El imperio del discurso racional está bajo ataque. Las hordas digitales asedian el reino de la argumentación sensata. Numerosas y vibrantes, se identifican por el acento que entona el himno de su inefable arrogancia. La comunicación tecnológica abrió, en todos los campos, otro teatro de acción y escena de combate. Atacada la razón, más que todo, se resiente la verdad. No por legiones ni ejércitos foráneos, sino por los nuevos bárbaros que arremeten imparables tras las cortinas de la globalización. De su imponente batallón, refulge el escudo de su patria política, emotiva y digital: la telecracia. Que ya no pide conocimiento, sino distracción; que ya no exige discernimiento, sino complacencia, egoísmo, sensación. Afrontamos la disrupción y la decadencia de la cultura democrática del discurso, de la fórmula dialéctica de analizar.
No constituyen un ejército demasiado homogéneo ni generalizado, pero sí bastante significativo y avezado. Al principio, sus tribunos fueron sigilosos, después, palmo a palmo, se adueñaron por asalto de las fronteras digitales. Ahora, con nula oposición, marchan a campo traviesa, impasibles y presurosos, izando la bandera incitante de su febril convicción. Se caracterizan por su consistencia y fluidez, prestos a trolear, invadir, incidir y provocar. No les falta inteligencia, como no hubo de faltarle habilidad a sus ancestros; les sobra igual, por cualquier flanco, espectacularidad y excitación. Hay en sus miembros, como explicitara Kaplan (2002), un regreso a la antigüedad política, revestida y amplificada por el nuevo código de otro medioevo, digital. Porque ahora importa más el acertijo del creyente que la razón y la verdad argumental.
Quizás, porque, como entendiera Freud, el rastro anímico de lo primitivo es imperecedero en nosotros. A falta del juicio razonado, abrazan la especulación; a falta de argumentos, la denostación. Poseen una auténtica escuela de militantes, madrazas enardecidas que garantizan su constancia emprendedora; al tenor de su impiadosa potestad salvífica, van levantado, en fábrica propia, un mar de noticias falsas, mentiras, insultos, selvas de bots, difamaciones, escuadrones de odio, doctrina totalitaria y sofisticada destreza en la agresión. Y, para completar, se avituallan, de cuando en vez, en el batiburrillo de alguna teoría heroica de conspiración.
El filósofo Han descifra que ya la guerra política no está basada en argumentos, el arma predilecta de las tribus es la información. Entonces, todo argumento en consideración muere por razón insuficiente, desparecerá por fastidio intelectual. El discurso, fuera de motivos y verdades, se pierde entre memes y trampantojos en el archipiélago de la red. Tribalizada la comunicación, deviene eco pasajero y, junto a este, sucumbe cada intento por construir la verdad. La ficción subvierte la facticidad: los hechos dejan de importar, pues, a conveniencia de los clanes, el sentido y la orientación sólo tendrán un valor residual. Inamovibles, las tribus aferradas y agresivas en el señorío de su monólogo tutorial desprecian el intercambio de palabras comprensibles, la conversación falible, la cultura dialogal.
Agreden la democracia en su propio nombre. Y en nombre de ella misma, abandonan su principio rector. Con suerte, hoy sabemos que si hubo democracia alguna vez fue porque existió el diálogo. Que, visto en su más honda significación, es puente con el otro, respeto por quien, equivocado o no, demanda y tolera, escucha y reclama respeto y atención. Sobre esa virtud, el profesor Han rebusca en páginas de Michel Foucault para desentrañar el valor intrínseco del diálogo en la democracia (griega), expone así que la palabra isegoría implicaba el derecho de todos a expresarse en igualdad; mientras que parresía albergaba, además de este derecho, el talante ético de hacerlo con apego a la verdad. Ese cuidado de acompañar las palabras sin mentir ni falsificar los hechos. Hoy, en cambio, oscurecida en la era de la información, la parresía adolece de su mayor distorsión y miseria histórica.
El peso social de las tribus viene de lejos, amparado en antiguos palimpsestos que, por el momento, cobran vida y reverdecen en la red virtual. Como habrá de suponerse, ellas son producto de las crisis, nicho fecundo para sembrar la semilla ampulosa de su enrevesado proyecto. Atraídas por el visto bueno de los que sufren, por los malestares emocionales de los insatisfechos, se empeñan en justificar cualquier negación, despotrique o el más claro error. No discriminan saberes, atrevidas, pueden saltar a disciplinas diferentes, según la intrepidez exigida para la ocasión. Así navegan, por ejemplo, desde una tesis filosófica hasta una teoría sociológica-criminal, sin inmutarse ni chistar, apostillando fueros a cada opinión marginal. Con la solución teorética a la mano, dispuesta o servida, a flor de pantalla digital.
Batallan en cualquier terreno. Y aunque adolecen de argumentación, no eluden combates discursivos, a capa y espada penetran en la más recóndita región, sea vulgar o académica, sea compleja o circunstancial. Ser vencidas por la razón, compartir experiencias, nunca sería una opción. Ganarán por cansancio del contrario, potencia del insulto o por abandono del interlocutor. Retraído y agotado, el otro desparece, no tiene cabida su voz, las tribus no cambian de opinión, se escuchan a sí mismas, enroscadas, en el laberinto de su legítima y unívoca visión.
Las hordas tecnológicas polarizan y envenenan; jamás comparten. A su capricho, debaten y acechan, ridiculizan y trituran juicios, con base en su arma solitaria: la pasión. El acto de pensar, bajo su dominio, desencaja el argumento y, por muy elocuente que pueda lucir, hacen retroceder y rodar la más aguda reflexión. Asistimos a la caída del argumento, al hundimiento palmario de la nave racional, o lo que es igual, al esplendor victorioso de las tribus que han conquistado la comunicación digital. Sin remedio, lo verdadero fracasa en sostenerse, porque la infodemia, es inmune a la verdad ¿Existe algún antídoto indicado para esta nueva patología social?
El esplendor de las tribus digitales es también la ruina del argumento y del imperio racional.