Reminiscencias

Don Armando y Mario, dos testimonios

Lo que llegué a saber luego de mi regreso de Haití, donde fuera baleado en un grave incidente, del cual fui ajeno, suscitado entre un oficial retirado haitiano y un hombre clave del cuerpo paramilitar Tonton Macoutes del viejo Duvalier, me lo contaron, por separado, dos amigos cuyos nombres evoco en esta Reminiscencia. La fecha aciaga, junio 4, 1970.

Miembros de la temida Policía de los Duvalier frente al Palacio Nacional de Haití.

Miembros de la temida Policía de los Duvalier frente al Palacio Nacional de Haití.Fuente externa

Don Armando Oscar Pacheco, un prestigioso intelectual nuestro, que fuera mi profesor en la Escuela de Derecho, y Mario Imbert McGregor, que llegara a ser Ministro de las Fuerzas Armadas,  compañero de infancia, fueron esos amigos que hoy recuerdo con grata emoción.

Desempeñaba don Armando funciones importantes en nuestra Cancillería cuando recibió una llamada del Presidente Balaguer invitándole a subir a Palacio y una vez allí le dijo en tono sereno, más al amigo que al funcionario: “Póngame en comunicación con el Presidente Duvalier, cosa que hiciera, y al iniciar la conversación en francés, al decir de don Armando muy fluído para su sorpresa, le decía al dictador haitiano después de los saludos de rigor: “Anoche, según he sido informado, resultó herido de gravedad en su capital un ciudadano dominicano de nombre Marino Vinicio Castillo. Debo decirle que es persona de mi más alto aprecio y un abogado nacional sobresaliente, que le fuera a prestar un servicio eminente a mi gobierno por ante uno de sus bancos, con motivo de un conflicto surgido relativo a unos pagos realizados por una empresa de mi gobierno, a dos ciudadanos haitianos que han sido sus clientes. Se me ha informado, además, que el banco aludido ha tenido vivo interés en saber la realidad, el monto y la fecha de dicho pago, por razones desconocidas para mí. Mucho le estimaré brindarle al Doctor Castillo su valiosa atención y la protección más esmerada, pues se trata de un eminente ciudadano dominicano.”

Esas fueron las palabras, más o menos, del Presidente Balaguer, dentro de un diálogo cortés, pero tenso. Dio las gracias a Don Armando y guardó silencio, aunque éste me manifestó que le notó preocupación y enojo, pues dejó entender que la ocurrencia “podría desatar otros aspectos más sensitivos en las relaciones entre los dos gobiernos.” Terminó don Armando diciéndome: “Yo no tengo idea de qué quiso decir el Presidente, pero afortunadamente todo terminó por resolverse y usted ya está en casa.”

En realidad, mi salvación fue un milagro; la bala que se alojó en mi vientre estuvo a punto de llegar a la llamada “cola de caballo”, ese manojo de nervios que está en la parte inferior de la columna vertebral; algo que me hubieran dejado por lo menos inválido para toda la vida. Eso, sin contar que su trayectoria sólo hizo un daño menor en el intestino grueso, que un diestro cirujano haitiano entrenado en Boston corrigiera, después que el paciente pasara un tiempo largo en la emergencia del Hospital Canape Du Vert, porque “no se podía operar” a ese extranjero sin la autorización del dictador, que estaba dormido a las diez de la noche.

El coraje y el temple de un Embajador y amigo entrañable, se decidió a advertir al Canciller haitiano Chalmer de lo grave que iba a resultar mi muerte si se produjera sin atención médica crítica.

Pero, tendré que seguir recordando aquella noche terrible y hablaré de Pedro Casals Pastoriza, así como de pormenores de otros aspectos delicados.

Días después de aquel relato me fue a ver en mi convalecencia mi amigo, compañero de infancia, Mario Imbert McGregor y me dijo: “Hermano, yo no sabía que sus bonos fueran tan altos con el Presidente. Quiero decirle que los nueve días que usted pasó en la clínica, estuvimos acuartelados en el Batallón de Cazabombarderos bajo mi mando, con órdenes e instrucciones de estar listos para bombardear objetivos importantes de Haití. Decirle, además,” siguió hablando, “que de nada valió el hecho de que la Inteligencia nos informara que, así como usted estuvo a punto de morir por la falta de atención, el marchante del otro lado mandó mucha gente a saludarle y protegerlo al día siguiente, hasta que usted cogió el Panamerican para acá.”

“La frontera estaba cerrada y se abrió, según nos dijeran horas después”, comentó Mario. “Todo fue serio, pero aquí lo tenemos “vivo y coleando”; algunos se han asombrado de ese ánimo tan solidario del Presidente y yo les dije a los míos más cercanos: “No se preocupen, que ese viejito se las sabe todas. Él entiende lo que se debe hacer y nosotros sabremos cumplir órdenes.”

Mario, siempre amable, se despidió con un gesto amistoso incomparable.

Contaré en otras entregas futuras, según anticipé, cómo sucedieron las cosas que generaron aquellos hechos. Ahora podría tener mayor interés por lo que estamos confrontando como trastorno. Es evidente que aquella gente sólo nos respeta cuando sienten que aquí hay la determinación de hacer la defensa digna y necesaria, de acuerdo a lo que las circunstancias demanden.

Ya don Juan había tenido otro gesto, cuando en el umbral de su derrocamiento mandó a calentar Tanques AMX y armar los P51 para bombardear su Palacio Presidencial si la turba persistía en el afrentoso ataque a nuestra Embajada.

Lo de ahora es mil veces más grave y preocupante y la necesidad de unirnos “en forma granítica”, en este caso, como lo sugiere uno de los magistrales editoriales recientes de este diario, se hace más acuciante que nunca.