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La filosofía libertaria del neopopulismo

La humanidad siempre le ha sobrado toda suerte de redentores insensatos y mesías autoproclamados. Existieron desde tiempos inmemoriales, pero no habían poseído jamás una granja virtual tan extensa y afectiva como la del presente. Del viejo al nuevo populismo las diferencias saltan a la vista, el panorama actual es diametralmente distinto al contexto de la tradición donde fraguó, sin mengua, el redentorismo clásico. Inconcebiblemente, el siglo XXI redescubre un sujeto sintomático, con sendero abierto a la quimera salvadora que de nuevo regresa al mundo anonadado.

La historia enseña, con creces, los caminos minados del poder, su horda de aventureros y eternos desorejados. Ejemplos despreciables y afrentosos saturan la memoria colectiva. Pero ¿quién está en dominio de detener anticipadamente los desvaríos humanos, tan propensos a la repetición en la célebre y eterna ínsula de Barataria?

El primer vicio que desnuda el poder es la vanidad; después, acaece la soberbia. Juntos y matrimoniados, escenificarán entonces lo impredecible. Es sabido que, aunque predican lo novedoso, los neopopulistas recurren al pasado; que a conveniencia gustan desempolvar cenizas de caudillos y espejitos de tiranos, déspotas y anticuarios. Mirar al pasado con cierta devoción, entraña el anhelo absurdo de mezclar legitimación propia y aprobación histórica.

Sin marco ideológico visible, algunos se atreven y cuelgan las máscaras. Sin empacho, se dejan ver entre el paleoconservadurismo y el paleolibertarismo, abrazados en causa común, corriendo el telón de la nueva casta, detrás de la utopía que envuelve su jurada felicidad libertaria. Su mejor propuesta, zurcida en palabras casi mágicas, no puede ser otra que la de brindar felicidad al individuo. Contra todo interés, ante cualquier causa, y para ello cuentan con el ungüento providencial que funge como especie de sanalotodo público y privado.

Los hay de toda catadura, genealogía variopinta de creyentes, distanciados, rebeldes y reencontrados. Pueden cohabitar, sin rechistar, ex izquierdistas desnortados, derechosos hepáticos y unos que otros neutrales abigarrados. Acuden, con maestría simplona pero penetrante, a la esfera más frágil del ciudadano: las emociones. Su discurso difícilmente propone, el valor de cada palabra queda implícito en el eco chirriante de lo que desprecia y ataca. Sin desechar, en ninguna ocasión el insulto, la metáfora predilecta de su altisonante armadura y quemante oratoria.

Sus eslóganes, magna ingeniería del neuromarketing, construidos con desparpajo verbal, permanecen intactos en la burbujeante repetición de la imagen personal, ajustada siempre a la talla egocéntrica de su figura elástica. Urgidos por otro tipo de gramática, embisten desde cualquier rama, en dirección del mainstream, y según las circunstancias. Desinteresados, eso sí, del argumento y del sentido riguroso de la relevancia.

Para ganar adeptos existen los maestros de las sensaciones. La red tupida de sabios y arúspices posmodernos que logran hacer encantar al más frívolo y desarreglado. Redes sociales, icónicas pantallas, completarán el capítulo faltante de la obra redentora, con el mercado eternamente en marcha. Más que guía o candidato, el mesías encarna un rostro, una voz, convertido por entero en marca. Incorporando gestos, mimetismo, frases rehechas, lugares comunes; en fin, palabras empalagosas que hacen blanco en sectores medios y bajos, cansados del degaste, la insatisfacción y las triquiñuelas electoreras de la democracia. El redentorismo no discute, no teoriza; simplemente descalifica y descarta. Autoproclamados antisistema y antiestado, cualquier juicio distinto queda convertido en anatema, pira, fogata. Entra la artillería de la inquisición virtual que denigra conceptos divergentes y, marcialmente, decreta herejía las opiniones contrarias. Así enarbola su verdad templada en fuego, conforme al aforismo de que “siempre tendrá razón y, si se equivoca, será por haber cometido el error correcto, la equivocación exacta.”

Javier Milei es un excéntrico político argentino.

Javier Milei es un excéntrico político argentino.ARCHIVO/LD

Soterrada y sigilosa, florece una tendencia mayoritaria, hijos y nietos del gurú Murray N. Rothbard, que del Estado solo reconocen dos funciones subsidiaras: las que hay que eliminar y las que hay que privatizar. Hasta las calles deberían ser privatizadas, gruñe arrebatado el excéntrico Javier Milei, desde Argentina que, por su merced, sería salvada. Otros ven más lejos, sueñan reconsiderar la que tildan parte oscura del estado de derecho y, aunque parece descabellado, postulan fundar un sistema de derecho parcial, y el otro, piedra angular de la propiedad, más o menos privado.

Con todo, no faltarán quienes, bajo la sospecha de una “tremebunda y oculta agenda mundial”, intuyen los malévolos propósitos de aquellos infames que luchan por descarrilar el tren antiguo de la humanidad. Y, como si fuera poco, dominan y pueden dorar, a cuenta propia, el uso intensivo de la falacia. Por ejemplo: el calentamiento global, para una franja de la feligresía neopopulista, obedece a otro invento del marxismo cultural. ¡Y llegaron a la absurdez de entronizar, como miembro destacado de la Escuela de Frankfurt, nada menos que a John Lennon!

Fakes news y falacias yuxtaponen el peliagudo sentimiento de contagio, sumándose al asombro de una emancipación falaz de las masas cautivadas. Así (otro ejemplo), todo el problema de la seguridad social y el sistema de pensiones tendrá remedio solo cuando, sin más ni más, regrese la terapia (re) privatizadora.

Son apasionados de la mano dura, la tolerancia cero y el plomo dosificado: abanderados de la justicia retributiva, del añejo castigo y elevada dosis de prisión. Pero algunos eligen la moralidad con pretendida espada de corrección social; y otros, la religión, como cenáculo de pureza política liberadora. Sin embargo, aparecerán no religiosos, vegetarianos, despechados ideológicos e insufribles iconoclastas.

La raya moral frente a los otros no es un límite de contención, sino línea estratégica que divide y separa, entre buenos, malos, pervertidos y salvados. Crea la distancia de una moralidad unilateral, espacial, pétrea muralla erigida “entre nosotros y los demás”. Por eso discrepar será siempre provocar, y de ahí se pasa con facilidad a la mancha indigna de la reprobación, a la acusación manifiesta de atentar contra la familia, la sociedad, la civilización. Con agudo fervor, nació aquí, la creencia encubierta y bien disimulada del líder autoinvestido de superioridad moral, predestinado.

Arribando con su alquimia de valores inmutables y la fuente inmarcesible del sagrado proceder. El puritanismo egregio, excelso de subjetividades, donde el nuevo redentor, regodeado de ínfulas vicarias, recibe la catapulta de imprescindible, heroico y necesario. Del neopopulismo de hoy, poco queda por descubrir, todo luce patentizado, leído y desvelado. Pero, sobre su capacidad para salvar países, razonablemente, deberemos seguir dudando.