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Anomia social y caída del respeto
Hablar de anomia social es entender que, para una parte de los ciudadanos, las leyes, normas y reglamentos, han perdido su facultad regulatoria. El ciudadano conoce que la ley existe, pero no la acata, provocando disolución voluntaria del mandato legal, menoscabo de las normas jurídicas y anulación de los valores éticos de convivencia. Emparejada, sobreviene la caída básica del respeto cotidiano, alterando la relación interpersonal y erosionando las instituciones estatales que, como señala Beck, quedan convertidas en agencias casi muertas, zombis.
En el lenguaje punitivo, el poder simbólico de la ley y el derecho se evaporan. Proliferan las reglas individuales que, en consecuencia, precipitan el desfase de los mejores atributos cívicos; se crea un poliedro desnormalizado y caótico, espacio vacío que solo llenan las conductas desviadas e impropias. El semillero de infracciones va desde la vulneración a las reglas más elementales de urbanidad (el tránsito, semáforos, basura en calles, espacios públicos, calzadas, cortesía) hasta los casos estridentes de violencia ordinaria, megacriminalidad y crimen organizado.
En ese orden de pensamiento, la actitud individual de los sujetos rubrica en el entorno social, dentro de espacios y tiempos anómicos, un puñado variado de comportamientos que revientan todo valor y socavan el respeto interpersonal y grupal.
Sabido es que el concepto anomia, despuntó de la tradición sociológica francesa con Durkheim, para luego tributar parte de su caudal a la sociología funcionalista, cuyos artífices, Parsons y Merton, le estamparon su sello trascendental, desde principios de los años cuarenta del siglo pasado, en Estados Unidos.
Como teoría criminológica y sociocriminal, esbozó el primer estirón crítico destinado a cuestionar el añejo dualismo delincuente/sociedad, herencia positivista de la escuela italiana que había fundado Lombroso y continuarían Ferri y Garófalo. La nueva categoría abrió compuertas a la interpretación analítica del delito, bajo otro tratamiento hermenéutico, describiendo las condiciones existenciales y notables diferencias que pugnan entre las metas que la sociedad propone y los medios (escasos) que provee a las personas para lograr esos fines culturales, laborales y de consumo. La raíz de la anomia se extrae del catálogo de incongruencias fatídicas que afectarán cada biografía de forma diferente y particular. A partir de la vasta geografía de fracasos y frustraciones que el mismo sistema social, con privilegios e impunidades, diseña y alimenta sin reparos.
Pero el espacio anómico no se genera de un día para otro. Requiere tiempo de fragmentación, ruptura del tejido, quiebre de la cohesión social. Y, desde luego que, concurrentemente, recibirá el endoso de la connivencia institucional. Advierte que el proceso de desintegración y desagregación social no es exclusivo de segmentos carenciados y excluidos; pues, la anomia aporta también su escalera VIP para la desviación y la infracción que abarcan sectores de poder, incrustados en la alta gama de los delitos de cuello blanco y en las sociedades criminales de gran calado. Aquí, la autoridad estatal, por el mismo esquema, agujereada por los conflictos, la ineficiencia y la corrupción, termina cediendo su responsabilidad y su pálido rol.
Pero ¿qué vigencia y explicación comporta hoy la tendencia social que reniega de la convivencia y tritura las reglas generales del respeto? Sin respuesta consensuada y mucho menos uniforme, la mayoría de los enfoques multidisciplinarios sigue atribuyendo la anomia a las discrepancias generadas por un sistema social que, entre promesas y frustraciones, prohíja un aluvión de fracasos personales. Náufragos y perdedores que fallan en alcanzar el sueño vaporoso del éxito. Éxito como nueva y embarazosa epopeya, tan exhibida y vitoreada ahora en los estantes cristalinos de la posmodernidad. Obviamente, el triunfo de la anomia se patentiza con los pliegues impermeables de la indiferencia oficial y el denso capirote de la impunidad.
René Passet, de las más preclaras, éticas y mejor amuebladas cabezas de la intelectualidad contemporánea, reflexiona sobre este dilema axiológico: “Sólo lo que trasciende puede dar sentido a la vida. Y lo que trasciende son los valores éticos y socioculturales. El instrumento no trasciende nada, está hecho para servir…Cuando el único criterio de éxito, que justifica todo, es el éxito financiero, cuando toda referencia ética desaparece, ¿en nombre de qué se podrá reglamentar la sociedad? Mesuradas por el oro de la sabiduría y la experiencia de Passet, abren y tantean al mundo que, colmado de innegables oportunidades, igual se desliza entre incertidumbre y perplejidad. Advierten sobre las metas promisorias, cada vez más contagiosas y hechizantes, mucho más anchas y codiciadas. Es el universo idealizado del consumo desmedido, donde todos participamos, al menos en la esfera del deseo y en el largo plano de la apetencia visual.
El pensamiento económico no permanece ajeno a la mutación, sino que se imbrica en ella y aprovecha la transformación tecnológica para adherirse a la emergencia de lo flexible e inmaterial. No sin dejar, en el resbaloso camino, trechos inmensos que darán lugar a otra surtida proclividad anómica. En este marco se organiza la vida: la economía, convertida en exitoso evangelio occidental, extiende su lenguaje uniforme, su códice de fe, reinaugurando el código universal de la ostentación y el consumo. El problema es que si la lógica monetaria (según los profetas del mercado) se equilibra ella misma, la conducta humana amerita de otras propiedades y balanzas.
En la actualidad todo proceso es flexible: trabajo, producción, educación, necesidades, valores, incluso la creación de vínculos afectivos. Un nuevo mantra de leyes, reglas éticas y normas (algunas de carácter sustantivo), acusa evidente porosidad y laxitud, complicando aún más la respuesta eficaz al fenómeno de la anomia. La lógica del mercado ajusta cada nicho de poder (posmoderno) a su geométrico diorama de ansiedades, expectativas y modas. Incorporado el patrimonio de una influyente y pegajosa semiótica generacional que invita siempre a participar, consumir y poseer. Como si la apuesta dineraria moviera y predominara en cada regla humana, en cada ámbito espiritual; en cada sentimiento de la vida concreta.
El fenómeno globalizante hace crecer la disyuntiva, intercalando silencios y estruendos. Instala un nuevo espacio anómico, algo más indiferente, inerte y opaco, sin reglas o con muy pocas de ellas claras. El problema del irrespeto común tocó la arteria existencial. La anomia convoca hoy toda una manifestación (global y local) que agita y convulsiona el corazón de nuestra sociedad. Destruye la empatía. Presiona la vida ordinaria. Atomiza los soportes clásicos de la armonía. Y descubre el otro techo del individualismo más hedonista y cerval. Me pregunto así, en el plano humano de la palabra, ¿marchamos exitosamente, llenos de objetos caros, hacia otro atardecer de la cultura, en donde, como escribiera Huidobro, “las horas habrán perdido su reloj”? Me temo que no...