Libre-mente

La búsqueda frenética de la notoriedad

El poder trazó linderos, construyó separaciones, delimitó los grados del estatus y la escala del prestigio. Se atribuye a la República Romana tardía la instauración del límite franco entre lo real y aparente en la estructura social, sembrando la ascendencia de familias nobles (optimates y nobilis) en contraposición de populares y plebeyos. Situando así, en el piso degradante de la exclusión, a esclavos, peregrini y homo saccer. Este último, despojo humano, sin valor vital ni dignidad reconocida por ninguna autoridad política o religiosa. El absolutismo y la monarquía medievales heredarían la embrollada parafernalia de aquel empaquetado regimiento de títulos nobiliarios entre reyes, príncipes, duques, marqueses, condes, barones y un largo etcétera. El trono dorado del ego dominante todavía pesa y refleja la alegoría inseparable del poder y la historia.

Pero el surgimiento de la modernidad no solo liberó al sujeto (al ego) de las ataduras metafísicas; le dio estabilidad, certeza. Hizo aflorar la autonomía de la libertad individual, desenterrando una esfera psíquica hasta entonces sumergida, acallada dentro de grupos marginados y excluidos, la autoestima. Rotas las amarras, viento a su favor, el individuo moderno cruzó el umbral de la postmodernidad y, eufórico, transita desde entonces al amparo de nuevas subjetividades, emociones, elecciones, consumos y preferencias. Bajo la provisión endulzante de la mayor revolución tecnológica de la historia conocida.

Psicológicamente hablando, los humanos somos la criatura más vulnerable del universo. Y al tenor de ese inevitable infortunio, acudimos a toda suerte de gestos y habilidades camufladas, frente a la aridez del mundo exterior. De hecho, grados más, grados menos, todos experimentemos la autoritaria necesidad de ser escuchados, vistos, aceptados socialmente. Un anhelo validado por la arcaica tentación de exhibir nuestra apariencia, desviado en ocasiones por el desventurado intento y febril delirio de superioridad. Padecemos de una labilidad emocional acuciante. Tanto que, de forma accidentada o fortuita, constantemente, revivimos el sentimiento invasivo de nostalgia, de resultas que nos envuelve tal cual visitante de un pasado tan infantil como agradable y que, de modo evasivo, nos parece protector.

Constante, la insatisfacción se agranda en nosotros, según medida y ambiciones de cada sujeto, colocándonos en los planos de una sórdida inferioridad y escasez, donde, con reiteración, asoma la incredulidad, el desconsuelo, la frustración. La necesidad de aprobación personal traduce un componente vital de nuestra experiencia mental, pulsión primaria y estrategia copiosa de supervivencia: sobrevivimos gracias a que –con arreglo a la antropología--, desde inicios de la familia primitiva hemos congregado una tribu eficazmente cooperante. Pero el hambre desmesurada de reconocimiento individual regresa insaciable y, no pocas veces, demasiado tormentosa.

Resalta agradablemente la costumbre de sentirse parte, ser admitido, pertenecer a la comunidad. Tan grande y grave es la vocación por la vecindad que para ello erigimos todo un andamiaje de creaciones miméticas; imaginería colosal de invenciones y escaramuzas grupales que se pierden en la noche de los tiempos. Somos cóctel neurobiológico, cultural, psíquico y espiritual de sentimientos, emociones y pensamientos que, en equilibrio, delatan el rango imperante de la conducta, de nuestro carácter siempre dispuesto a bucear en el hondo mar de la insatisfacción y la duda. Pero qué designio el nuestro: ¡nunca vivir completamente satisfechos!

Grados más, grados menos, todos experimentemos la autoritaria necesidad de ser escuchados, vistos, aceptados socialmente.

Grados más, grados menos, todos experimentemos la autoritaria necesidad de ser escuchados, vistos, aceptados socialmente.ARCHIVO/LD

Dicho con todas las letras: Buscamos ser (re)conocidos y aceptados, a través de cualquier medio, más por sobrevivir que por el deseo puro de mejorar al mundo. Y ahora, diferente a otras generaciones, el impulso de ser visto, querido y tolerado ya no descansa en la exclusividad de un yo hogareño, íntimo y privado (compartiendo éxito y fracaso de modo singular, soberanamente personal). En el siglo XXI, la búsqueda frenética, angustiante, de notoriedad se reinventa desde el palacio reluciente y la metrópolis virtual de la infoesfera. Exteriorizando y distribuyendo todo sentimiento posible, viralizando (cosificando) cada espacio y morada, sin salvar intimidad, estimación ni trascendencia. Así pues, fragmentos del éxito se cuelgan en dependencia directa del mundo y su boceto exterior, vale decir, de la aprobación o reproche de un nutrido ejército que, vigilante, coparticipa, premia y reprime. A merced de la amalgamada infinidad de emociones vertidas desde la tribu virtual, concediéndonos aprobación, consolación o condena. Hablamos de la solemnidad seductora y extrema de un yo postmoderno que, buscando notoriedad, tiene como templo de adoración la aclamación ficticia y el tabernáculo público de los demás, lejanos.

Consciente o inconsciente, el reino importantizado de ese microuniverso social postea, abierto y enmascarado, el rostro incipiente o tallado de un narcisismo principiante, pavoneándose libre en el vasto muro de las apariencias globales. Los frágiles ligamentos del lazo social y afectivo, quebrado en la proximidad personal, se tensan más allá del prójimo inmaterial, liso y frío que, desde el púlpito brillante de un “like”, saluda parapetado sobre el balcón gris de su empatía electrónica. La solidaridad humana, conquista revolucionaria y arquetipo de construcción ético-política queda, pues, de alguna manera, revocada, transformada en destello y muestreo artificial, remoto y descarnado. Estrenamos acá, jubilosos, el momento refrescante de la “solidari-like”. El nervio sensitivo de esa elusiva solidaridad se eleva al ciberespacio, delimitando y afianzando, sobre todo, la rimbombancia del yo. Que, a la sazón, migra y se recrea, izando bandera de ironía en el exterior de la nave global. (He de recordar aquí que el sustantivo griego ironía, aún conserva dos significados prístinos: el primero, es disimulo; y el segundo, ignorancia fingida).

Cada intento por llenar el pozo sediento y profundo del prestigio, la reputación o la fama, sacude, en su lar nativo, la zapata de la personalidad, que ahora brota y se desgrana afuera, parcelada en la redención universal del ego que persigue su propio eco en la pantalla libidinal. La realidad virtual se aviene indiscutida y recelosa, pero triunfante. En la búsqueda infatigable de pomposidad y lisonja se abandona el río angosto del narciso mitológico, para, en cambio, sin control ni cuidado, mirarse hoy en la superficie radical del nuevo e inconmensurable océano digital. Mientras, la exacerbada percepción de la autoimportancia genera cada vez, con mayor despliegue, más egoísmo, ansiedad, soberbia, codicia y vanidad. A través de la virtualidad, la demanda de grandeza enerva el estatus de una superioridad artificial con alto riesgo emocional y costoso balance humano. Y en el convento de los elogios y la urgencia de nobleza fabricada artificialmente, cabe todo arte pasajero, toda turbia vanagloria.

Entre el sacramento de los followers y la ofrenda que asegura el like, ¿es mala la vida de la red, la ubicuidad del entretenimiento? Nada malo tiene, aduce Han (2019); lo malévolo se exprime de la hinchada pretensión de creerla paradigma sagrado, y de la tendencia totalizante de su influjo indiscriminado, oblicuo y poderoso. Después de escarbar allí prestigio y nombradía, ¡queda vida real!