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MIRANDO POR EL RETROVISOR

La fiebre no está en el drenaje

Todos estamos conscientes de que las inundaciones urbanas seguirán registrándose indefectiblemente, tan solo con que alguien escupa en las vías públicas, como apuntó en una ocasión ese genio dominicano del humor Freddy Beras Goico.

Y las culpas no son de España ni del drenaje tan vilipendiado cada vez que se registran aguaceros insignificantes o torrenciales en este país, colocado en el mismo trayecto del sol, pero también en la ruta de la mayoría de los ciclones tropicales que se forman en el Atlántico.

Como es harto sabido, ningún gobierno se motiva a acometer la construcción de un nuevo drenaje, bajo el alegato de que sería una cuantiosa inversión en una “obra invisible” que no aporta votos.

Pero pese a esa indiferencia, a los tantos años de construido y a la incapacidad de drenar rápidamente un aluvión inusual de agua, la realidad es que nuestro sistema de drenaje tiene las mismas debilidades que se observan en cualquier ciudad desarrollada del planeta, donde con temporales, también se registran inundaciones urbanas.

La diferencia con esas naciones –apelando a esa costumbre tan arraigada que tenemos los dominicanos de compararnos con otros países cuando afloran las vergüenzas del patio tan agredido e irrespetado- es el mal hábito de arrojar todo lo que no nos sirve a las vías públicas, sin ningún régimen de consecuencias.

Si cualquier ciudadano hace ahora mismo el ejercicio de caminar por algún sector de la ciudad Santo Domingo, se dará cuenta que pocos espacios en contenes y aceras están libres de desperdicios, en su mayoría plásticos.

Verá también fundas plásticas llenas de basura apiladas por días en las aceras y los pocos zafacones desbordando inmundicias.

Con los espacios públicos saturados de desperdicios, es una práctica común observar a niños, jóvenes, adultos y en menor proporción personas de la tercera edad, arrojar sin miramientos desechos dondequiera, como si el país fuera un vertedero inagotable.

La magnitud del problema es tal, que hasta quienes conservan la costumbre de ser limpios, terminan impotentes y resignados ante el número cada vez mayor de antihigiénicos que no les importa ensuciar.

La semana pasada escuché a una de mis hermanas quejarse amargamente porque, aunque conserva la costumbre de barrer cada mañana temprano el frente de su casa, a pocas horas está todo sucio por la actividad de talleres, colmados, vendedores ambulantes y transeúntes.

El uso extensivo del plástico en el país ha provocado un daño ecológico ostensible y, estamos tan infectados, que cuando llueve ya se observan esas grandes manchas de basura correr impetuosas por las aguas, una estampa deprimente del preocupante curso que llevamos de nación sin orden, sin reglas.

Es una realidad penosa y vergonzosa cuya solución no admite más plazos y que va más allá de la construcción de un nuevo sistema de drenaje, aunque es la propuesta más cacareada cada vez que vivimos el drama de las inundaciones citadinas.

A menos que las autoridades del gobierno central y municipales quieran seguir aplazando la solución definitiva de esta vergüenza nacional, porque políticamente conviene más darse cada cierto tiempo la vitrina de presentarse como los resarcidores de las miserias que desvelan los días de lluvias.

Ahora lo vimos con el reciente paso por el territorio nacional de la tormenta tropical Franklin, con alcaldes que salieron encapados como Superman a corregir lo que están llamados a evitar.

Y otra vez, una cuantiosa inversión en solidaridad con las familias afectadas por las inundaciones, que también contribuyen a su propia desgracia, como el “ciudadano” captado en un vídeo viral cuando vertía la basura de un zafacón frente a su casa inundada.

Ya en otras ocasiones he planteado que soy renuente a participar en operativos de limpieza. Me apena mucho ver a voluntarios retirar toneladas de basura de playas y cañadas, solo para que en pocos días todo luzca igual de sucio y contaminado.

No considero un acto de civismo recoger la basura que otros tiran sin conciencia, cuando el valioso aporte sería evitar esas agresiones a los recursos naturales.

Podríamos construir el mejor drenaje de “la bolita del mundo” y “el potecito de sangre” -para usar dos expresiones de padres y abuelos que nos enseñaron la importancia de no ensuciar para evitar limpiar- y seguiremos con las inundaciones urbanas.

La fiebre no está solo en el drenaje, porque se trata mayormente de conciencia ciudadana, de implementar un adecuado plan de manejo de residuos sólidos y de aplicar el imperio de la ley a quienes no se ajusten a las normas de convivencia y civismo.

Como el líder de los derechos civiles Martin Luther King uno tiene sueños. Uno de los míos es que en un futuro cercano República Dominicana pueda venderse turísticamente en el exterior como uno de los países más ordenados y limpios del mundo.

Es un asunto de tener voluntad política. De que cada día autoridades y habitantes brinden el mayor esfuerzo para construir una patria sana y educada.

De lo contrario, como nación seguiremos arrastrando esa pesimista sentencia del escritor y sacerdote español Pedro Calderón de la Barca: “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”.

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