reminiscencias
Mi padre en el recuerdo de sus azares
La condición de ser huérfano precoz resulta interesante. Así lo confesé en mi “Elegía Personal de Huérfano”, hace 28 años, al decir:
“III
Tengo que imaginarte,
reconstruirte,
fundar una memoria sólo para ti,
lanzarme en la oscuridad
que ocupa el lugar de los recuerdos
y asirme al hilo de versiones
de quienes te tuvieran
y hacer penumbra al candil
de evocaciones
de los que te lloraron.”
Tendría que depender del relato testimonial de otros que refirieran cosas relacionadas con lo que era él, ausente para siempre, que al dejar de existir abriera un hueco cuyo vacío habría de llenarlo su último retoño de esa manera tan singular.
La orfandad, nadie lo dude, es una experiencia de vida muy compleja. En mi caso, perdí al padre a sólo dos meses de haber nacido; muerto en el extranjero sin repatriación posible de sus restos por inhumar. No nos conocimos, es una realidad vitalicia en mi vida y en el seno de la familia, madres y hermanos mayores, así como de la sociedad y sus amigos de la profesión, jueces, fiscales y colegas; abrevé en su vida pública intensa, llena de azares.
En fin, que el ausente es eje todavía y por ello es que las Reminiscencias me resultan tan agradables, además de la propia; siento que debo recordar aquello verosímil que me contaran, porque ese ejercicio ha sido un componente transversal de mi personalidad.
Hoy quiero relatar una que me contaran hermanos y madre. Se trata de un episodio vivido por mi padre el día que conociera al Generalísimo Máximo Gómez. Sería en el abril del primer año del pasado siglo, que regresaba a su tierra el héroe, después de haber sido gloriosamente decisivo para la Independencia de Cuba.
El héroe homenajeado por sus compatriotas visitó al Congreso Nacional, primero, al Senado y luego, a su Cámara de Diputados, donde mi padre pronunciaba un discurso de presentación y defensa de su proyecto de Ley de Divorcio, único existente en aquel tiempo.
Contaban los míos lo ocurrido: El Generalísimo Gómez se detuvo en la puerta y no acabó de entrar para oir al orador; luego, cuando llegó el momento de ser recibido en pleno, al saludar a todos los diputados se detuvo con mi padre y le hizo elogios a su discurso, diciéndole entre otras cosas: “Hombres como usted, abogado, es lo que se necesita en Cuba.”
Mi padre agradeció el aprecio y comentaba en familia lo emocionante del encuentro con ese “gigante de la libertad”; sonreía al decir: “Ese fue un apretón de manos para no lavárselas por largo tiempo”.
Mi hermano Américo insistía en que “el viejo” comentaba que lo que más había impresionado a Gómez era la naturaleza chocante y provocadora de la Ley de Divorcio, que entonces se tenía como una novedad inquietante, con severa resistencia, especialmente en el Alto Clero, que mantenía hondas disputas con el Maestro Eugenio María de Hostos, de quien había sido mi padre, junto con su entrañable amigo el prócer Américo Lugo, uno de sus alumnos preferidos.
Recuerdo, además, que Américo contaba el incidente grave en que participara mi padre en la calle de El Conde, cuando un exaltado partidario de las posiciones del Alto Clero pronunciara palabras ofensivas contra el Maestro de maestros. La reacción de mi padre mereció un ataque a tiros, uno de los cuales le alcanzó en el brazo izquierdo y se lo invalidó para siempre.
Me decía Américo, finalmente, que por tener muy buena amistad con Félix Servio Ducoudray, al cual reconocía como el procesalista más importante del país de todos los tiempos, le solicitó que le escribiera una instancia para usarla en justicia, en la reclamación que estaba emprendiendo la familia del pago del precio de las tierras de Baoba del Piñal, que mi padre le había vendido al gobierno de Horacio Vásquez, pero faltaba la aprobación del Senado.
Américo me mostró la orientación de aquel portento del Derecho en la que demostraba que la aprobación del Senado no era un elemento constitutivo fundamental de la operación de compra-venta hecha por el Estado y que lo que podía traducir la negativa de ésta, era que se originaba en motivaciones “ajenas” a la voluntad de las partes contratantes. Claro está, ya había acaecido el ocaso de los años ´30.
Don Félix Servio sabía exactamente el riesgo que asumía proveyendo un documento tan magnífico, en razón de que contrariaba la voluntad rencorosa del nuevo Jefe de Estado, al cual mi padre hiciera una resistencia increíblemente arriesgada y desafiante para evitar lo que él llamara en el último discurso que se pronunciara en libertad en el Parque Colón, “una Tiranía sin nombre, que nos haría llorar lágrimas de sangre.”
Recordaba a Félix Servio, su amigo, como un ejemplar exponente de la rebeldía política, que le llegó a decir: “Américo, a tu padre no lo comprendieron; lo que se hizo fue infamarlo por el folleto aquel que propiamente cohonestaba con la idea de una intervención militar extranjera. Él, como Lugo, venían del calor de la cátedra inmensa de Hostos y no toleraban los desórdenes armados de La Manigua; pero fueron grandes hombres y su hoja de vida lo demuestra. Basta su gesto en el ´16, defendiendo a Jiménez en el Senado, y luego su descargo ante una Corte Militar en Santiago por supuestas “Ofensas a las Fuerzas Armadas Norteamericanas.”
Me estremece recordar todo ésto.