Libre-mente
Sobre la decadencia de la literatura
“La escritura nació solamente hace cinco mil cuatrocientos años en la zona de la Medialuna Fértil, y el alfabeto en sí mismo tiene sólo tres mil ochocientos años”. Stanilas Dehaene.
¿Si Leer es un placer y una habilidad relativamente nueva, por qué los humanos estamos obviando, o al menos desaprovechando, este hábito milagroso de nuestra maravilla mental?
Todo lo grande está en peligro, escribió Platón. Perseverante en la historia, el juicio del filósofo griego (nacido hace veinticinco siglos) ha corrido con el tiempo para corroborar que el ser humano vive protegiéndose de su propia naturaleza punitiva y de su espíritu contradictorio, un tanto desmemoriado.
El aforismo de Platón, irremediablemente fiel para generaciones de filósofos y escritores, ha llenado innumerables páginas de la historia, reivindicándose a plenitud con un destino tan real como rencoroso. Los humanos, sabrá Dios porqué, renunciamos con inusitada facilidad a las cosas que la misma posteridad llega a legitimar con el registro de superiores.
La realidad suele ser imperativa y tozuda, y no corresponde necesariamente a lo deseado por el signo de la virtud, de manera que rara vez admite la compasión siquiera frente aquello que, por su genialidad y grandilocuencia, pudiera deslumbrar los siglos. Nuestra rueda de la historia, obcecada y feroz, tiene escasa vocación para reparar en lo grandioso, en lo acaudaladamente bello y perenne. Entre otros, y muy contados a la luz de la más pulida razón, quizás sea El Quijote uno de los pocos tesoros literarios a los que humanidad, por lo menos una parte de ella, le ha guardado respeto y memoria y, pudiera decirse, que, con sobreviviente fascinación. Lo que, en todo caso, se explica quizás, porque en la literatura encontramos una especie de religión sencilla o catarsis liberadora de la pesadumbre y la hostilidad del presente, de la inquina que revela la fatiga existencial. Obvio que El Quijote, a parte de su hazaña irrepetible sobre la condición humana, entre aventuras y desventuras de un personaje contrapuesto y eternal, consolida al español en tanto lengua literaria.
El nacimiento de la literatura fue un acontecimiento proverbial. Con toda probabilidad, la más completa iluminación del espíritu humano, tras el fulgor de una revelación inaudita que todavía se solaza a contracorriente de obstáculos y vaivenes de la historia.
En los prolegómenos de la civilización puede que haya sido Homero piedra de toque y, sin reclamos de otras latitudes culturales, el dueño de la paternidad ancestral de la literatura occidental. Propietario de una inagotable imaginación, este orador y cantor de relatos, se abanderó de la palabra escrita para llenar al mundo de una fantástica cosmovisión, exquisita y perdurable. Mucho más que héroes hambrientos de gloria pasajera, de gestas heroicas, astucia, venganza, dignidad y valor personal; en la Ilíada y la Odisea subyace la comprensión de la naturaleza humana, la raíz de la insensatez, la ausencia moral de los dioses; y, para el texto, la simiente literaria que fecunda las figuras retóricas y la conquista de la estética, en fin, del género narrativo y del verso.
Pero Homero, Shakespeare, Cervantes o Borges, enfrentan por igual la porfía del destino humano. Y, como se desprende de un relato de este último, al destino le agradan las repeticiones, las variantes y las simetrías, de suerte que ni la más encumbrada excelencia se libera del horror y la ceguera que acusa la desmemoria y la indolencia del olvido. En el mismo tenor, encontramos a Edgar Allan Poe que, atrapado en el laberinto de su atormentada genialidad, se preguntaba: ¿Por qué casi todo lo humanamente bueno padece también, de algún modo inexorable, la persecución y la amenaza o, en el peor de los casos, el olvido inconsecuente?
De ese sentimiento de abandono y destierro de lo trascendente no se ha librado la literatura. Cerrada en su origen, a conveniencia de una casta menuda y arisca, los comienzos rituales de la palabra atesoran en el silencio de leer y escribir el goce infinito que yace escondido tras las interioridades de esos grafos que llamamos letras.
Leer es una aventura solitaria, humilde y victoriosa. Y si bien rara vez ha sido masiva o popular, cuenta con la estrella de un descubrimiento insuperable que, no obstante, los ataques de hoy, sigue siendo ceremonia extraordinaria y exclusiva del entendimiento, lámpara esencial frente la oscuridad de la vida.
Dentro de los más remotos parajes del “cerebro lector”, el neurocientífico francés Stanilas Dehaene nos encamina por el misterio y la paradoja de la lectura. Describe el enigmático procesamiento de la palabra escrita que parte del centro del ojo, en la retina (fóvea), mediante una telaraña de fragmentos que se unifican para dar a luz este prodigio irrepetible y único de nosotros. Procesando en juego paralelo la ruta fonológica (letras convertidas en sonido del habla) y la ruta léxica (que da acceso al diccionario mental del significado de las palabras). Ese inextricable sistema que descifra el “algoritmo” del reconocimiento visual de las palabras, completa la grandiosidad de la competencia neurocultural que se explaya más allá de los confines de la naturaleza, inalcanzablemente original y bellamente diversa: Cuando nuestro sistema visual extrae, progresivamente, grafemas, sílabas, prefijos, sufijos, y las raíces o lexemas de las palabras ¡En fracción de segundos, y todo a la vez!
Así es como se abre el universo de experiencias y relaciones insustituibles que marcan la vida, con sellos de identidad biográfica y significantes imborrables, acampando entre la percepción y el discernimiento. Porque la literatura es una experiencia con el lenguaje que empalma a un torrente de realidades comprensibles, en aras del pensar y, como esencia de valor, del buen pensar. La lectura amparada en la reflexión crítica nos saca parte de esa primigenia bestia interior, instalada en nosotros, para hacernos más humanos y mejores personas. Sólo la magia de la literatura, en cualquiera de sus dimensiones y grados de imaginación, puede congeniar la anchura de lo universal y el ámbito austero de lo íntimo y lo propio.
Fiodor Dostoievski, pluma selecta y cerebro venturoso de la literatura de todos los tiempos, fue apasionado lector y crítico del Quijote. Muchos personajes de sus obras están basados o inspirados en el personaje de Cervantes y, al igual que Borges, veía en la literatura una de las formas que toma la felicidad. Anotando que la lectura era también la oportunidad de vislumbrar la carencia y la pureza de la letra, que es lo mismo que decir del mundo. Consideró al Quijote como la más suprema y elevada expresión del pensamiento humano y la más amarga ironía que pueda formular el hombre. A tal nivel que, según su parecer, si ocurriese el juicio final y Dios, entristecido y decepcionado con el mundo, les preguntase a los humanos: ¿Qué habéis sacado en limpio de vuestras vidas, y qué conclusión definitiva habéis deducido de ella? Sería aquél el instante perfecto para que un viejecillo gris, procurando la indulgencia de todos, levantara su corta y temblorosa, y respondiera seguro: “¡Escribimos El Quijote, Señor, El Quijote!”
La decadencia de la literatura es la decadencia del ser.