Libre-mente
El sombrío destino de los intelectuales
Preguntar es el acto supremo de la reflexión humana. Acorde con lo expresado por Martin Heidegger, es la devoción del pensar. Y, por vía de consecuencia, para este pensador, todo preguntar significa una búsqueda. Pensar es, a lo sumo, en lenguaje básico, castillo del entendimiento y catedral de la contemplación intelectual. El universo del ser comienza y desaparece cuando acontece una pregunta fundacional.
Porque el hombre/la mujer llega a pensar con propiedad cuando se interroga. Razón por la cual Hans G. Gadamer fija en Tales de Mileto al primer hombre (intelectual), dotado de episteme, es decir, apto para la intelección y la reflexión sapiente. De ahí que, parafraseando a su maestro Heidegger, concuerda en que pensar es reflexionar sobre aquello que se sabe, y de donde brotará la conciencia misma de ser y de estar en el tiempo. Por lo tanto, la conciencia ya no es nunca más algo desligado del mundo, sino su propia inmersión en la vida.
Por lo dicho hasta aquí, sin mayores recodos, el ser humano es lo que piensa. Pero un pensar que, aparte de don para el espíritu intelectivo, es asimismo aflicción y duda; angustia y padecimiento. Obviamente que los dolores espirituales no nos impiden la búsqueda, irremediable o afortunada, de una pesarosa y esquiva promesa de felicidad.
Claro está, que somos también la única criatura sobre la faz de la tierra que mantiene una relación problemática con su propia existencia. Ningún otro ser vivo o ente se preocupa, verbigracia, por su apariencia, la democracia, el color de la piel, la ideología o la relación matrimonial. Menos aún, ningún otro se siente insatisfecho consigo mismo ni, como nosotros, se considerará heredero del linaje de un dios mitológico tan embelesado como Narciso. Nuestra existencia, además de ser labrada por la biología en la pared de la historia, está grabada por igual, al fragor de los mitos y las creencias. Según nuestros más elocuentes relatos, somos, para unos, ese ser arrojado de y hacia la nada; mientras que, para otros, por algún acto providencial, la criatura levantada del polvo y empinada en la gracia de una milagrosa (re)creación.
Sea como fuere, estamos poseídos, tomados, dentro de ese círculo repetitivo que Heidegger machaca con una irónica sentencia: O sea, encerrados por la existencialidad, la facticidad y la caída. Que, al final, vuelve y redunda en nuestra inquebrantable finitud, el perfecto igualador e individualizador de todos y cada uno de los vivientes.
Fuera de aquel u otro debate, encarnamos, a toda prueba, al bicho singular que tiene historia propia, piensa la muerte y, probablemente, la única víctima primitiva que padece esa ocurrencia interior, enmascarada y oscura, llamada angustia. Y, por si fuera poco, a tientas, buscamos la felicidad, incluso a contramano de una perenne contrariedad, y envueltos en la más camuflada sensación de tristeza. Búsqueda que, frecuentemente, realizamos junto a los nuestros y, otras tantas veces, en contra de ellos…
No por capricho, interiorizando el destino del hombre, Ortega y Gasset debatía en establecer si este debía ser asumido como como un ángel caído o como bestia redimida. Del modo que fuese, la conclusión es que la angustia, marca nuestra especie, doblega toda voluntad y nos perseguirá sin prisa hasta el último rincón.
Por ella inventamos el juego y las fiestas y, para nuestras enfermedades, a los médicos y psiquiatras. Mas, para responder a los dilemas centelleantes y opacos de la condición humana, a los intelectuales. Ellos, apropiados del pensar, respondieron en el pasado y llegamos a suponer que siempre responderían a nuestros malestares, creados y añadidos, fueran estos políticos, sociales, económicos, religiosos o espirituales. Hasta hoy, esa fue la tarea de aquellos especímenes atrevidos y necesarios, los intelectuales de la tradición. Esa extraña generación, incomprendida y solitaria, que tiene posibilidad de acceso a lo desolador y complejo que representa y se reitera en el mundo.
El nacimiento moderno del intelectual -comenta Alain Minc (2011)-, hay que buscarlo en los días grises de la monarquía europea, cuando el libre pensador se ve tentado a escapar de las tenazas de la realeza y de los rancios designios del poder religioso. Atrás quedarían, corriendo de la censura del “Ancien Régime”, aquellos encuentros a escondidas de la calle Saint Honoré, con exquisitas anfitrionas como Madame de Tencin (1730) y Madame du Deffant, deleitando a contertulios clandestinos, en sus aterciopeladas casas de citas...Días y noches de un Paris crispado, entre los candeleros de la Ilustración, que anticipaban ya las horas inminentes de la Revolución Francesa. El intelectual templado siempre osó enfrentarse al poder. Guardadas permanecen en la memoria del Iluminismo, las arengas volcánicas de un Voltaire imperturbable, ungido de verbo y pasión, en los momentos de dudas, desafiando príncipes, clérigos y a la hegemonía religiosa.
Con equivocaciones y aciertos, cada uno en su tiempo, el intelectual ha iluminado caminos, trazado nuevos senderos y desbrozado las espesuras del pensar. Tarea epopéyica ha sido la de combatir el oscurantismo, la manipulación, la mentira y las miserias humanas que, por lo regular, destila el corazón henchido del poder absoluto y sus afiebrados inquilinos.
Para todo ello, su arma por excelencia ha sido la palabra, en cualquiera de sus denominaciones, la esplendente reflexión crítica y la categoría ética de su estatura. Pero el poder, que jamás pierde su esencia real, entraña ahora una inflación totalmente distinta; diluida y globalizada, rizomática, deslocalizada y crucial. Por ende, filósofos e intelectuales, azorados, luchan enfrascados en el duelo de lo sensible frente a lo inteligible, la guerra declarada entre el dato frío de la red global y la narración razonada, hoy representada por el símbolo liso de la pantalla inteligente, vacilando en el maremoto de la hipermodernidad. Tiempos de otra catadura y semblante, proa y popa para la huidiza filosofía del dataísmo (el nihilismo), el big data, la inteligencia artificial y el Chat GPT. (Des)ocultando, al interior de la telaraña infinita de la red, la mayor epidemia de una soledad global que oscurece al mundo. Mundo tan intrincado que, como dijera Petronio, anticipándose a la posverdad, muchísimos siglos atrás, “quiere ser engañado, luego que se le engañe” (Mundus vult decipi, ergo decipiatur).
Entonces, ¿qué significado asume el oficio del intelectual, y qué le dispensará el destino en esta contienda epocal? Sumergido entre las quejas de un período humano que todo lo revuelve y nada deja intacto. Siendo así, ¿cómo sobrevivirán los intelectuales? Y si acaso hubiesen de morirse a destiempo, ¿quiénes honrarán sus nombres y colocarán las últimas flores sobre sus marchitadas tumbas? Nueva vez, en el ejercicio del preguntar quedará implícita la respuesta necesaria.