ideando
Ayeres de ternura
De aquel lugar guardo recuerdos y emociones que llevo en el corazón hasta la muerte. Archivo en mi memoria rostros que se estacionaron para siempre en el corazón y nombres que fueron tan míos como el propio.
Nombres tan simples que cabían en un apodo.
Hablo de gente humilde y sencilla que abraza con ternura, que entrega su afecto sin reserva, que se quita de la boca el alimento para compartirlo con cualquiera y que exhibe su humildad sin rubor. Allí fui recibido con los brazos abiertos desde antes de que conocieran mi nombre. Esos afectos y toda la ternura de esa gente humilde se irán conmigo hasta la tumba. De ese lugar, de esa bucólica aldea, conservo cada sonrisa, cada saludo y cada apretón de mano, y en la distancia, empinada como una palma celestial, aun contemplo aquella colina vestida de verde donde tantas veces fui feliz. Hoy daría cualquier cosa por volver a esa sencilla comunidad de gente buena y pura. Cuanto me gustaría revivir esos ayeres de ternura. Mirar a su gente caminar de prisa en la mañana contando sueños y llevando un macuto de esperanza en sus brazos.
Cuanto añoro volver a sentarme en aquel patio grande a contemplar arrozales y a esperar silenciosamente la felicidad que indefectiblemente llegaba con los brazos abiertos de timidez y ternura. Entonces había tiempo para soñar. Había motivos para mirar al cielo y transitar por la cercanía de Dios. A ese lugar desearía volver con la mirada puesta en el pasado, en las callejuelas que se fueron, en los patios que no existen, en los amigos que partieron, en los nombres que nunca olvido.
El mundo se ha detenido allí: entre recuas de cantos y sudores, máquinas enormes que recorrían el sendero espantando aves, en fin, en esos atardeceres de tierra y espigas.