Mons. Fernando Arturo de Meriño resuena hoy en el siglo XXI
El primer presidente de la República, Pedro Santana, era un hombre de una educación elemental. Algunos historiadores, incluso, lo han calificado como semianalfabeto, y si bien tuvo a su lado como ministros y asesores a personalidades de elevada educación, éstos carecían de conocimientos profundos sobre la ciencia de la economía. Entre el equipo de dirigentes que conoció la Primera República (1844-1861), sólo dos hombres, Benigno Filomeno de Rojas y Pedro Francisco Bonó, este último más que el primero, tenían conocimientos, algo profundos sobre la ciencia de la economía.
Para entender la organización socioeconómica de nuestro país es necesario tener en cuenta que en aquella época, que el Estado dominicano estaba recién formado y orientado por la Constitución de noviembre de 1844, la vida de la nación tenía características propias.
Meriño era uno de estos personajes que estaba muy sumido en los acontecimientos que ocurrían en su amado país, no dejaba de sacudir el alma de aquella sociedad aletargada que se dormía en los brazos de un grupo de políticos. Sus palabras eran como una invitación a ese pueblo a que consiguiera la unión para que juntos se enfrentaran a los males que le azotaban. Su gran sueño era que su patria mantuviera la libertad e independencia, cuando Santana planeaba anexar este pequeño país que desde 1844 llevaba el nombre de República Dominicana.
Meriño, que había sido ordenado sacerdote en 1856 y enviado como párroco a Neiba y Barahona, por voluntad de sus feligreses, fue llevado a la Asamblea Constituyente en 1857 que se celebraron en Moca, encargadas, después de la revolución contra Báez, de la organización del país.
“Esta fue la primera aparición del reverendo Meriño en la escena política: ya la reputación por sus virtudes había llegado hasta el jefe de estado, General Santana. Y su talento no había tardado en revelarse en sus métodos de enseñanza pues desde que se ordenó, la casa que tenía en la parroquia de Neiba se vio llena de escolares que iban a recibir clase donde él”.
Por tales razones, al llegar Meriño a estos altos puestos, la Iglesia que recibe está colmada de crisis que él tendrá que enfrentar y así inicia su labor, ya con previa oposición a los propósitos de Santana. La Iglesia Católica estaba en una condición muy precaria. En abril de 1858, el enfermizo arzobispo Portes e Infante murió.
Es el momento en que se hizo necesaria la aparición de Meriño, pues la Iglesia sólo contaba con una personalidad sobresaliente: Fernando Arturo de Meriño, joven sacerdote, que más tarde sería presidente de la República Dominicana y luego arzobispo de Santo Domingo. En este momento es cuando Meriño entra de lleno, y se puso al cuidado de la Catedral, convirtiéndose así en el principal vocero de la Iglesia.
Como por la muerte del reverendo padre Gaspar Hernández la Iglesia dominicana se encontraba sin administrador, Santana no dudó en pedir para Meriño el título de vicario apostólico. Aquí es cuando comienza para el padre Meriño una vida de constante agitación en la que vivió alternativamente, la vida del destierro y el volver al Congreso dominicano.
Parece contradictorio que Meriño y Santana, que habían establecido tan buena amistad desde el día que Santana lo llamó a su campamento, cuando ya él se disponía a ir a la celebración de la Asamblea Constituyente a celebrarse en Moca en 1857 y que le pidió declaraciones sobre la protección que Meriño había dado a un fugitivo de la revolución que se escondía, temiendo que sus enemigos lo mataran, y que Meriño sin negarse aceptó el llamado de Santana por lo cual le cayó simpático; tanto así que hasta un bastón le regaló Santana y desde entonces Meriño siempre lo llevó con él.
Su visión filosófica le hacía a Meriño ver a la filosofía como la disciplina favorita, que todo hombre intelectual debe cultivar, principalmente la visión tomista. En su caminar por los senderos filosóficos gustó identificarse con el intelectualismo, y además con las ideas de la Escolástica, siempre contra el positivismo.
En esta línea lo vemos lanzando grandes críticas en momentos en que esa corriente filosófica cubría a la República Dominicana. La atacó con fuerza y contribuyó grandemente a que desapareciera todo indicio suyo, lo que era más notorio en su enseñanza, sobre todo con la juventud dominicana.
Sobre la metafísica expresaba que era una obligación humana interpretarla, pero nunca en él se dio la idea de elaborar sistema alguno, sosteniendo que hay que tener y desarrollar un sentido filosófico, que sea capaz de englobar, con una visión personal, todas las interpretaciones sobre el mundo, la vida y la sociedad desde la perspectiva cristiana.
Los ascensos de Fernando Arturo de Meriño, presidente y arzobispo de la República Dominicana, fueron fruto de las actividades múltiples de la Iglesia dominicana y la preponderancia que fue tomando en la historia de nuestro país.
No obstante, la persistencia de la Iglesia por mantenerse tuvo fuertes momentos de crisis. Uno de estos fue el momento en que Meriño llega a la categoría de gobernador apostólico de la Arquidiócesis de Santo Domingo, designado a propuesta del general Pedro Santana, que era presidente en ese entonces. Aunque parece que Meriño aspiraba a tales alturas en la Iglesia.
Es bueno, resaltar que el nacionalismo de Meriño, que no estuvo limitado por ningún marco, ni político, ni geográfico, que su espíritu de dominicano fue tan amplio como su pensamiento. Hemos visto cómo el fervor patrio que anidó en su personalidad, no era una especie de estrechez aldeana ni un sentimiento pasajero. Defendió a su patria de toda dependencia extranjera, principalmente en el campo de la educación.
Fernando Arturo de Meriño era dominicano de corazón. En su esencia, su nacionalismo es un más bien espiritual que político. Esto significa que no se trata solamente del nacionalismo que surge de la necesidad de defender el carácter genuino de cada pueblo, ante la amenaza que uniforma e instrumentaliza el positivismo, sino más bien se trata de un nacionalismo espontáneo de todas horas de un pueblo. Es la manifestación libre y emancipada de la vida de los pueblos, su modo auténticamente esperanzado y creador de ser.
No se debe entender esta actitud como cerrazón y odio a lo extranjero, sino como apertura hacia otras culturas desde el horizonte previo de la propia.
Este nacionalismo espiritual deberá complementarse con la clara actitud que afirma a nivel político la soberanía del pueblo dominicano.
Al hablar de patriotismo nos viene a la mente el nombrar cantidades de hombres que supieron dar su vida por su patria. Entre estos siempre hay que mencionar a un gran patriota dominicano, el sacerdote Fernando Arturo de Meriño, que por su gran amor a la patria, supo descifrar las inmensas virtudes del patriotismo que existía en él y lo definió así:
“Es el lazo fraternal que estrecha a los hijos de un mismo país, dándoles fuerza y valor para hacerse libres y sostener la libertad. Esta virtud ha producido los grandes héroes y es también madre de las nobles acciones”.
Meriño sostiene que sin patriotismo no puede existir la libertad de los pueblos. Esto es lo que da fuerza al hombre para luchar contra los males sociales. Los pueblos deben unirse para poder conseguir y sostener al mismo tiempo esa libertad tan anhelada. Desde la tribuna, le hablaba al pueblo de la grandeza que existía en el patriota que da su vida a su amada patria.
“El patriotismo es la primera de las virtudes civiles, es la base y la estabilidad del progreso de los pueblos. Cuando en el pecho de los ciudadanos arde este fuego sagrado, no hay miras particulares, no hay intereses privados, no hay exclusivismo, entonces todo se generaliza, todo es para todos, y aquí nace el amor a los gobiernos, el respeto a las leyes y la paz y la prosperidad de la nación”.
En su formación, una libertad que vaya al lado del pueblo no está en que se realice por medio de decretos y teorías constitucionales, sino que esa libertad, con la cual debe estar el pueblo en todo momento, debe estar basada en la práctica, en la educación y el amor.
La verdadera realización del hombre va muy ligada al crecer y formarse dentro de la sociedad en que ha visto por primera vez la luz de la bellísima vida. El hombre tiene como meta el desarrollar toda sus actividades en su sociedad que le ha dado la existencia, primero en la familia que es la primera sociedad que le ha brindado su apoyo y luego en ese pueblo que espera que él se entregue a la lucha por su bienestar, por su paz, por su independencia total.
La formación de una sociedad esencial está muy ligada a la valoración interna que existe en el hombre, porque no se puede llegar a fomentar una sociedad de hombres que no se sientan como verdaderas personas. De lo contrario, no tendríamos hombres, sino robot programados. Con relación a esto dice Meriño:
“La humanidad se debe estudiar en compendio y su compendio es el hombre. El mejoramiento de la sociedad proviene del mejoramiento del individuo y la decadencia de ella de la desgracia de esta”.
Penetrar en un mundo en que no se valora el espíritu y que se quiere llegar a la perfección por medio de lo puramente material, no cabía en la mente y en el esquema religioso del padre Meriño. La actuación y la vida del hombre no se pueden ver como puntos apartes. La sociedad y la moral van unidad una de la otra. En ningún momento se podría concebir a una moral desligada de la sociedad puesto que la humanidad guía su vida sobre la moral, aquella que está centrada en los principios formales de la religión católica y que lo presenta la Iglesia. Meriño la precisa más claro cuando dice:
“La Santa Iglesia, hija de aquella paz que descendió del cielo para la salud temporal y eterna de los hombres de buena voluntad, paz verdadera que funda el bienestar del individuo, de la familia, de la sociedad y de los Estados, con la observación de los morales y religiosos, en la conciencia del bien obrar, paz que es orden y como orden el esplendor de la justicia, el sustentáculo de todo respeto, el amparo de todo derecho y la garantía de toda libertad”.
El hombre nace, crece y realiza su ser dentro de una pequeña sociedad, que es la familia, la que lo ha mantenido y le ha proporcionado su existir. De ahí pasa a esa gran sociedad que es el pueblo, el mundo que le brinda su ser. Respecto a esto, el sacerdote Meriño nos dice:
“La sociedad es el estado natural del hombre. Así es el hombre, nace en medio de la sociedad, que le recibe en sus brazos, le alimenta, le auxilia en su triple desarrollo físico, intelectual y moral, le da parte de sus virtudes o le degrada con sus despojos mortales y el depósito de una memoria honrosa o digna de vilipendio”.
La Iglesia se enfrenta a esta situación. El hombre, por medio de la ciencia, se encierra en su mundo personal y material y se olvida del espiritual y hasta del moral, e incluso, con su absurda enseñanza hiere la Iglesia con incoherentes palabras. Así se refiere Meriño a la educación:
“Ni sorprende oír aun la vulgaridad de que el progreso científico es la negación de la fe católica: que basta para confundir a los necios repetidores de la trasnochada experiencia, con citar algunos nombres ilustres de hijos de la Iglesia y obreros suyos, cooperadores eminentes en el legítimo proceso científico”.
Por eso Meriño no iba de acuerdo con la posición de Hostos, quien pretendía presentar una educación desligada de la religión y esto llevaba al hombre a un ateísmo. Enseñaban una teoría que destruía la fe católica, entonces los no creyentes transformaban la conciencia de la humanidad.
“Adueñarse de la enseñanza secularizándola completamente -dice Meriño- es hoy el principio objetivo que interesa aquí a los sembradores de irreligión, para ir viciando la conciencia del pueblo creyente, inoculando el veneno especialmente en la niñez y en la juventud y disciplinando a grupos de voceros incipientes para lo porvenir”.
Meriño quiso combatir tan grave situación, luchó incansablemente contra sus principios y llegó a pensar que los vicios en que pueden caer los jóvenes es producto de la enseñanza donde no existe la fe católica. Sigue atacado el positivismo cuando dice:
“No se enseña religión en las escuelas porque se debe hacer en el hogar o en los templos, pero mientras tanto se atosigan las inteligencias de niños y jóvenes de uno y otro sexo con doctrinas que matan en su alma las saludables creencias religiosas argumentales, son pretextos de demostración científica que ni hay Dios ni alma espiritual, ni vida eterna”.
Para Meriño no existía otra educación más efectiva que la que brinda la Iglesia, porque es la que tiene la verdad y le da una formación moral. Enseña sus principios y no lleva a confusión al individuo. Todo hombre que sigue sus caminos sigue un fin, busca una meta y la encuentra, porque la Iglesia es una luz que va alumbrando a todo aquel que se traza un proyecto basado en la moral y en el bienestar social.
Afirma además, que la enseñanza que nos brinda la propuesta de Hostos lleva al hombre a la confusión total, pero esto no sucede con la Iglesia, porque ésta no varía en su educación.
“Y esa ciencia que no delira no se contradice ni falsea los dogmas fundamentales en que apoya el movimiento de progreso legítimo por no criticar su creencia a las volubles y contradictorias enseñanzas de la razón independiente”.
Meriño iba en contra del hostosianismo que lleva al hombre por caminos diferentes a su esencia de hombre, porque le quita la conciencia de ser hombre; no le permite que se sienta ser persona, porque le arranca los sentimientos espirituales que ha adquirido de la sociedad, de su patria, etc.