reminiscencias
Un miedo que se esparce
La prensa mayor se hizo cargo de la aparición de un crecimiento alarmante de pandillas criminales. Su editorial no fue manso apunte, más bien un aldabonazo a la conciencia pública ante peligros innegables.
La revelación no me sorprendió; el tema sobre bandas en ciernes en otros tiempos, sirvió para anticipar desde el año ´72 que tal fenómeno sobrevendría de hacerse imposible la aplicación del Programa Agrario, que había emprendido un gobernante inusitado nuestro, agredido hasta el colmo de considerarlo reliquia reaccionaria del poder político despótico.
Ironía de la historia, Joaquín Balaguer sacó de sus baúles olvidados cinco leyes que fueran las de la Segunda República de España y con su indómito y silente valor personal estremeció la Asamblea Nacional en una cita memorable el 27 de Febrero del año 1972, dejando al país asombrado por los alcances revolucionarios de aquel gesto de solidaridad con la desdicha del campesinado.
Ni antes ni después se había dado un paso de reto tan desafiante a los intereses dominantes del país.
Tuve la suerte de ser llamado para participar en aquella iniciativa portentosa. Lo hice a mi manera con la vehemencia y dedicación de siempre y en medio de riesgos indescriptibles me lancé, no sólo a procurar el cumplimiento de aquellas leyes justicieras, sino a prevenir de la necesidad infinita de que no fuera un fracaso el Programa, porque de ser así tendríamos que padecer un futuro terrible en la seguridad personal y pública.
Advertí de la rebeldía del desarraigo campesino que levantaría marginalidades tormentosas, con hacinamientos de los impedidos de acceder a la justicia social, mediante la atribución dignificante de la condición de cultivadores de predios propios.
No cejé nunca en mis reclamos y advertencias, al tiempo que lográbamos avances relativos, muy entorpecidos por el sordo egoísmo de siempre. Además, una carencia de mística apropiada de la burocracia, muy débil para empeños tan trascendentales como la modificación del Régimen de Tenencia de Tierra.
Las décadas han visto cumplirse todo el cuadro de los riesgos pronosticados.
Si se hubiese podido intensificar aquella tarea inmensa y mantener al campesino en sus lugares, naturalmente ya en otras condiciones, es más que seguro que otra fuera nuestra historia: Una sociedad más justa y equilibrada, sin el embrujo de nuevas ciudades de lujo, como ofrece la vanidad del urbanismo, contando con un campo próspero y confiable. Otra fuera la República.
Vivir tantos años, por la Gracia de Dios, me ha permitido ver y padecer los descalabros. Y ahora, cuando oigo la desesperación nacional recogida por la brillante pluma editorial clamando por “¡Fuete a las Pandillas!”, recuerdo amargamente mis palabras en discursos y prédicas en todos los sitios, y a todas horas, clamando por el respeto básico de aquellas leyes, precisamente para evitar ésto.
No sé en qué pensar, pero, siento lágrimas internas por la suerte de mi pueblo.
Recuerdo que al padre de aquella jornada tan limpia y valerosa, Joaquín Balaguer, cuando se conocieron los proyectos de ley en vistas públicas, le atrajo la expresión de cierre de mi discurso: “Sepan los encumbrados del poder terrateniente que esto, a la postre, irá en su favor una vez cedan, pues la paz estaría asegurada para siempre. Ojalá Dios les ilumine y comprendan que estarían ciegos al no ver este nuevo amanecer.”
Al elogiar el pasaje, el presidente aún tenía luz en sus ojos y me dijo: “Diste en el clavo con esas leyes, serían las mayores garantías para todos. Pero tú sabes bien lo difícil que es lograr que entiendan esas propuestas desde la falsa seguridad del patrimonio. Ahí no caben los gemidos de los pobres y necesitados.”
Hoy digo: Descanse en paz, maestro del poder, servidor público incansable, enemigo jurado de la vanidad y la estridencia, amador del silencio en la eficacia, sándalo para todas las ofensas.
Esas frases que preceden las he querido espigar porque al vivir las conmociones miedosas del pueblo nuestro de hoy, se me hizo muy presente el recuerdo de las tantas cosas que pude oir de aquel hombre, especialmente en el tiempo de su amada Reforma Agraria, y quizás de él fue que aprendí lo crucial que resultaba hacer justicia social profunda y con ello redistribuir el ingreso nacional en forma justa, incorporando legiones de desamparados a la producción, forjando ciudadanos al través del estatuto propietario, dejando de ser parias votantes inconscientes para dar sustento a tantas iniquidades que, desde el poder, legitimado por ellos, se han cometido ahondando sus miserias.
Balaguer fue un hombre extraordinario y entre sus misiones múltiples de ser cabeza de transiciones fenomenales, constructor de presas gigantescas, de dedicación intensa al servicio de su Patria, siempre tuvo ese eje profundo en su conciencia con fuerza de obsesión: Servir a la causa del campo, donde vivían y morían los desventurados habitantes, simples testigos del paisaje, ajenos y suprimidos partícipes de las oportunidades y los provechos que saben emerger de los surcos y las cosechas.
Ese miedo que se esparce hoy en forma cada vez más oprimente me llevó a esta Reminiscencia, demandando de mi conciencia un reconocimiento de aquel modesto, taciturno y sabio maestro.
El editorial de este diario describe el miedo que se esparce y, quiérase o no, es una condecoración póstuma a aquél callado soñador del progreso, autor innegable de un limpio esfuerzo por evitar mediante la ley que apareciera, décadas después, la desesperación que refleja el editorial “¡Fuete a las Pandillas!”.