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El precedente como fuente de derecho

La llegada de una nueva categoría o institución jurídica reta la inteligencia de los actores del sistema. El stare decisis, principio característico del common law que introdujo la Constitución del 2010, no ha sido la excepción. Al sonar como instrumento desafinado en el derecho romano-germánico, o si se prefiere, en el positivismo normativista que durante poco menos de dos siglos había uniformado nuestro ordenamiento, el binding precedent no demoró en suscitar desacuerdos conceptuales densos y agitados que aún persisten.

Este artículo pretende ser una reflexión crítica de esa fuente formal del derecho cuyo origen se remonta al case law del sistema jurídico anglosajón. Para colocar en perspectiva las consideraciones que desarrollaremos, recordaremos que el art. 184 de la Carta Sustantiva revistió de eficacia general la ratio decidendi de la parte motiva de las sentencias del Tribunal Constitucional: “[…] constituyen precedentes vinculantes para los poderes públicos y todos los órganos del Estado”.

En la TC/0319/15, dicho colegiado precisó que sus fallos son “[…] verdaderas normas jurídicas que hacen parte del derecho positivo…”, mientras que en la TC/0180/21 acentuó el deber de “[…] todo órgano perteneciente al Poder Judicial [de] asumirlas como directrices irrefutables”. ¿Es igualmente oponible, ultra partes, la ratio decidendi de las decisiones de la Suprema Corte de Justicia? Las consideraciones trascendentes de las del Tribunal Superior Electoral, ¿integran el régimen normativo con carácter general, abstracto preceptivo y obligatorio?

Para nadie es secreto que la jurisprudencia judicial y electoral es solo una guía de orientación de la que bien pueden apartarse los órganos de inferior jerarquía aplicando su propio y razonado criterio. El constituyente solo les reconoció efectos vinculantes y obligatorios a los fundamentos medulares de las sentencias del intérprete auténtico del texto supremo. Pese a ello, es tanto el uso que entre nosotros ha ganado el vocablo “precedente”, que ha cambiado el cariz del “criterio jurisprudencial”, concepto que lenta, pero irremisiblemente se ahoga en el río Leteo.

Quizás para disipar las dudas que sembraba el empleo irreflexivo del término, el Tribunal Constitucional se permitió aclarar en su TC/0043/22 que “[…] el precedente judicial sirve como parámetro para los tribunales inferiores al órgano que lo dictó, siendo la máxima autoridad la Suprema Corte de Justicia… y el no acatamiento de dicho precedente judicial no constituye una violación al mismo ni al principio de seguridad jurídica, pues no es vinculante para dichos tribunales ni constituye una causal de casación…”.

Con todo, entendemos no puede hablarse, en rigor, de precedente judicial o electoral. Si partimos de que el instituto en estudio es un medio de elaboración general del sentido de la norma que deviene en obligatorio en forma horizontal y vertical, ninguna corte vértice es de precedentes si la cosa por ella juzgada no es absoluta ni despliega efectos normativos. Más claramente, si su interpretación carece de proyección general, concretándose al caso sometido a su conocimiento, sería cualquier cosa excepto fuente de derecho, definida por Bobbio como el acto o hecho ligado “[…] al nacimiento, modificación o extinción de una norma jurídica”.

El pensamiento de Marinoni es más terminante, ya que la cualidad del precedente radica, a su juicio, en la nulidad que comporta cualquier actuación sucesiva que lo desafíe, lo cual no ocurre con las sentencias de nuestro más alto tribunal judicial. Y no porque el art. 10 de la Ley núm. 821 proclame que los jueces son independientes “[…] unos de otros y respecto de cualquiera otra autoridad, en cuanto al ejercicio de sus funciones”. Siendo especial la recién promulgada Ley núm. 2-23, de Casación, es claro que su ámbito de regulación es más restringido, por lo que sería estéril negar que dada la aparente colisión entre ambos textos, este último le sustraería aplicación al primero.

¿Por qué sostenemos que los tribunales de derecho común pueden volverse contra la jurisprudencia sentada por la Suprema Corte de Justicia? Pues porque esa independencia funcional -que comprende la soberanía hermenéutica- está del mismo modo prevista en el art. 151 constitucional, por lo que cualquier precepto de rango legal que afecte el núcleo esencial de esa libertad interpretativa de que gozan los juzgadores, estaría afectado de nulidad absoluta en virtud del art. 6 de la mismísima Carta Magna.

Obviamente, el principio de previsibilidad, inmanente al de seguridad jurídica, forja a cargo de cada tribunal una vinculación hacia el futuro, pero esa intensidad horizontal que obliga a fallar uniformemente los casos con idéntico o semejante perfil fáctico, no es de alcance vertical. De ahí que los fundamentos de las altas cortes que sirvan de base para justificar su decisión, exceptuando los del Tribunal Constitucional por mandato del propio constituyente, quedará aprisionado al proceso en cuestión, con simples efectos inter partes, o mejor, sin sujetar al legislador ni a ningún órgano público con potestad para regular o aplicar derecho.

No sin razón, Jordi Nieva Fenoll no titubea al afirmar que “El juez está unido a lo que diga el legislador y no a lo que digan otros jueces”. Pero hay más; Calamandrei entendía que el precedente judicial no se aviene con el derecho genuinamente continental europeo: “[…] la decisión asume naturaleza de ley”, lo cual, en su opinión, provocaba una violenta tensión con el “verdadero creador del derecho positivo”. Efectivamente, si los órganos judiciales incorporasen normas al fallar, legislarían, atribución constitucionalmente reservada al Congreso Nacional, sin omitir que tal posibilidad desataría un rosario de criterios jurídicos inestables y, todavía peor, encontrados entre sí.

Taruffo aseguraba que la solución de los problemas interpretativos no solo exige el dominio de la teoría del derecho y la dogmática, sino también del derecho comparado. Convencidos de que es así, los autores de este artículo se asomaran a Colombia, cuya Corte Constitucional define el precedente como “la sentencia o el conjunto de ellas anteriores a un caso determinado que, por su pertinencia y semejanza en los problemas jurídicos resueltos, debe necesariamente considerarse por las autoridades judiciales”.

A riesgo de meternos en camisa de once varas, ensayaremos una explicación alrededor de la vinculatoriedad atenuada de la jurisprudencia judicial en ese país. El art. 228 de su Constitución consigna una suerte de paradoja en torno a la administración de justicia: “Su funcionamiento será desconcentrado y autónomo”. Esta no es la ocasión para examinar la armonía o desarmonía simbiótica de esos dos conceptos, por lo que pasaremos la página y diremos que la desconcentración traslada el ejercicio de competencias de un órgano a otro jerárquicamente inferior, lo cual nos mueve a creer que los tribunales ordinarios operan subordinados a los de cierre.

No obstante, la misma norma proclama la autonomía judicial, lo que hermanado de lo que su art. 230 constitucional dispone, esto es, que la jurisprudencia es un “criterio auxiliar de la actividad judicial”, pareciese acreditar la variante de precedente que existe entre ellos, del cual es posible apartarse siempre que medie motivación reforzada. En cambio, nuestros órganos del mismo orden no están compelidos a hacer lo propio con los criterios defendidos por la sede de casación, debido a que la jurisprudencia –de la que la Constitución guarda silencio de cementerio- no escala más que a fuente indirecta de derecho.

Ocurre lo mismo con el Tribunal Superior Electoral. Eduardo Jorge Prats, en un magnífico trabajo publicado en la edición del periódico Hoy del 11 de mayo pasado, expresó con sobrado tino que “[…] no hay tal cosa como un precedente electoral vinculante”, agregando que las sentencias de esa alta corte tienen un valor meramente persuasivo. En lo que disentimos del apreciado maestro es en lo tocante a su parecer sobre la sujeción de las sentencias dictadas por la Suprema Corte de Justicia en materia penal.

Es verdad que el art. 426.2 del Código Procesal Penal apertura la casación en la eventualidad de que el fallo recurrido contradiga uno de la alzada en mención. Ahora bien, además de que esa norma ni ninguna otra constriñen a los demás tribunales a asumir sus interpretaciones respecto de este o aquel punto de derecho, ese motivo de impugnación luce ser contrario a lo que el Tribunal Constitucional consideró en su TC/0043/22.

Sucede igual con el art. 10.3 a) de la Ley núm. 2-23, que incluye como causal de casación la discordancia entre lo resuelto por el a quo y la “doctrina jurisprudencial de la corte de casación”. Una cosa es que el choque de criterios habilite la vía recursiva en comento, y otra completamente diferente es apremiar a los juzgadores a asumir como suyos, sin alternativa, los criterios de la Suprema Corte de Justicia. Sea como fuere, lo cierto es que la hermenéutica de la ley es autónoma, un verso libre, salvo que el colegiado especializado de justicia constitucional haya fijado precedente.

Y esto así porque además de supremo intérprete de la Ley Fundamental, es el auténtico y ulterior intérprete constitucional de todo nuestro ordenamiento jurídico. Reconocemos que aletean otras interrogantes de parecido empaque en torno al tema que nos convoca, y quizás nos animemos a contestarlas en otra ocasión. Por lo pronto, para pacificar las inquietudes surgentes en cuanto a la trascendencia de las sentencias del Tribunal Superior Electoral, volveremos a cederle la palabra a Jorge Prats: “[…] más que de precedente electoral -en todo caso no vinculante, sino persuasivo- de lo que debe hablarse en materia electoral en el país es de jurisprudencia electoral”.

En efecto, los suyos son razonamientos tangibles, despojados del valor de ese instituto del common law que, hasta el momento, acompaña exclusivamente al Tribunal Constitucional: stare decisis et quieta non moveré. Claro está, como nada en la vida es permanente, no hay concepto inmune al fluir de los cambios que apareja el correr del tiempo. Por tanto, no descartamos que el precedente se transfigure y mute en judicial o electoral, aunque para lo cual será imprescindible modificar nuestra Ley de Leyes.

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