El dedo en el gatillo
El poder de la soledad y la soledad sin poder
Décadas atrás, lamenté la forma de abandonar mi biblioteca cubana. En ella almacenaba más de cinco mil tomos anotados y subrayados en algunas de sus páginas. El lamento lo escuchó un gran amigo y sin decirme nada, pretendió retribuirme aquel gran tesoro bibliográfico perdido y, en uno de sus viajes a Madrid, regresó con una Tablet llena de aquellos libros.
—Al menos, los tienes digitalizados— trató de consolarme.
Mi euforia me devolvió a William Faulkner, John Dos Passos. Fiodor Dostoievsky, Franz Kafka, Ítalo Calvino y otros maestros que me enseñaron a escribir, junto a nuevos autores de novelas, poemarios y relatos de intensidad literaria. Sin embargo, no pasé de la tercera obra y al cuarto mes abandoné ese método de lectura, pues pertenezco a la voracidad física: Escribir sobre páginas impresas, llenarlas de comentarios con letra pequeña, y hermosa. Abandoné la Tablet y volví a recordar las obras perdidas en La Habana.
Autores dominicanos y cubanos (prohibidos) intentaron ocupar el espacio de aquellas inolvidables lecturas.
Semanas atrás le pregunté a un colega que admiro, por su anhelo libresco. En unos días logré un ejemplar impreso y se lo entregué como prueba de mi interés por contribuir a sus gustos. Semanas después le pregunté cómo andaba la lectura. Él fue tan sincero como humano: La falta de tiempo libre le impedía volver una y otra vez sobre las páginas impresas. Intentó consolarme con una información insólita: escuchaba el texto a través del audiolibro durante el transcurso de sus viajes de su casa al periódico y a la universidad.
Cuando el famoso Mercado de las Pulgas se instalaba los domingos en la avenida Luperón, acudía religiosamente a comprar filmes de estreno, muchos desconocidos por mí debido a su factura latina o europea. Adquirí películas buenas y malas, mediocres o pasables, crudas o perennes que después vadeaba en mi casa antes de hacerlas de dominio público. Las malas las desechaba, y las otras las compartía con los pasantes de Listín Diario. Eran tiempos de fulgor y el horario para el cine aparecía junto a algunas trampas para alcanzarlo. Para entonces, el diario digital era un sueño por venir. Hoy entiendo a los nuevos pasantes. Escasean los momentos de sosiego. Solo puedo proyectarles 4 o 5 cintas durante las primeras semanas de la pasantía gracias a la generosidad de la tradición cinematográfica que intenté crear, junto a la generosidad de sus jefes. Pero este es otro contexto: entiendo y apoyo a estos jóvenes que hoy tienen que cumplir horarios rígidos universitarios que los obligan a abandonar el periódico para después regresar empapados de lluvia o de sudor, con la lengua afuera.
Hace unos días, Listín Diario organizó un desayuno con el Premio Cervantes de Literatura, Sergio Ramírez. Hasta hoy, él solo ha venido al país a trabajar, es decir, a presentar sus libros.
Nunca ha llegado para pasear por la ciudad ni disfrutar los emblemas costeros. Pero su mente es tan lúcida como cuando escribió esa gran novela titulada “Castigo Divino”, gracias a la cual lo conocí allá en La Habana de finales de los años ochenta.
Durante el desayuno, y mientras tocaba el tema cultural, Sergio nos ayudó a entender el gran abismo de la soledad en el hombre de hoy. Y lo hizo a través de un sentimiento a punto de quebrarse.
Para él, los jóvenes volverán en masa al vinilo, los cines y al libro impreso porque ayudan a compartir y rompen la frialdad de los conciertos a donde acuden extraños, delincuentes y especímenes variopintos.
Se lee para compartir. No se descubre el mundo con disfrutar a solas la lectura de “Tongolele no sabía bailar”, por ejemplo, sin conversar con otros lectores la intensidad de su trama. Eso es lo que importa, no la dictadura silenciosa del conocimiento exclusivo o la mirada muy particular del crítico.
Se abrirán los cines de par en par y volverán filmes que digan como fuimos, somos o seremos, porque se quiere compartir, socializar, reflexionar sobre lo visto junto a una buena cena rodeada de seres con intereses similares.
Tal vez se continúe bailando a quemarropa en los conciertos, pero sus luces artificiales serán menos intensas, igual que los desfiles de moda o los concursos de belleza. Sergio tiene razón. Siempre habrá mujeres bellas, feas, coquetas o brillantes, cansadas de comer colas de langosta con salsas aromáticas: Necesitan del saber para ser ellas mismas.
Tal vez volverá el Mercado de Pulgas a la avenida Luperón. Y cuando vuelva, allí estaré cada domingo en busca de filmes de interés para los pasantes del Listín junto a libros valiosos, pero usados, y a precios asequibles, imposibles de hallar en las pocas y flamantes librerías que nos quedan.
Puede que mi amigo regresará a Madrid en busca de otra Tablet con nuevos millares de piezas literarias para mi consumo lectivo. Es posible que alguien deseche el audiolibro y se envuelva dentro del ejemplar físico que con tanto cariño le entregué. Y al final de esas aventuras puede ser posible mi entrada triunfar en una Nicaragua liberada de autoritarismo junto a la gran comitiva de Sergio Ramírez para recitar poemas dedicados a la voluntad de salir adelante, como en los viejos tiempos, y sin tanta petulancia. Y como dijo el Gabo, es bueno “Vivir para contarla”.