La suspensión del acto favorable
Escribir sobre temas jurídicos exige mesura, estudio, ponderación y, sobre todo, honradez profesional. Por eso aclaramos que el que nos mueve hoy a escribir se inspira en una casuística en la que participamos como abogados, pero que merece ser abordada desde el más riguroso ángulo jurídico por ser rico en malentendidos. ¿Pueden los órganos públicos suspender un acto favorable? Al abrigo de ese delicioso empirismo que suele trastocar la mejor interpretación jurídica, la afirmativa ha venido ganando espacio entre nosotros.
El art. 25 de la Ley núm. 107-13, que autoriza a la Administración a adoptar medidas provisionales durante el procedimiento administrativo, ha servido de refugio, sin importar que la validez del ejercicio de dicha facultad -que no es la de enajenarle eficacia al acto estable- está condicionada a los casos que el ordenamiento taxativamente permita. En su TC/0126/16, nuestro Tribunal Constitucional despejó con irreprochable corrección la duda que abrumaba -y abruma aún- a ciertos órganos públicos: “[…] para determinar la posibilidad de que la Administración suspenda un acto administrativo, debemos distinguir dos supuestos, por demás disociables, atendiendo a la esencia del acto mismo, esto es: (i) si comporta un acto favorable o que confiere derechos a los administrados o, (ii) si es un acto que impone cargas y deberes a los administrados”.
Y puntualizó a seguidas esto otro: “Cuando el acto administrativo establece cargas y deberes para los administrados, su ejecutoriedad puede ser suspendida por el órgano de la Administración Pública que lo emitió, siempre y cuando advierta que el mismo se encuentra afectado de una nulidad absoluta. Mientras que aquel acto administrativo que otorga derechos al administrado en ninguna circunstancia puede –ni de hecho debe– ser suspendido por la Administración”.
Su criterio coincide con la de una vastísima y graneada doctrina que, a decir verdad, nos arrebata la oportunidad de que construyamos aquí el nuestro. De ahí que este artículo, lejos de ser un examen riguroso de la norma en comento, es un repaso de voces infinitamente más autorizadas que las nuestras. Haremos, pues, las veces de cajas de resonancia, de modo que la doctrina que acopiaremos aquí pueda servirle de guía a la Administración. Empezaremos cediéndole la palabra a Tomás Hutchinson: “La administración no puede revocar el acto favorable irregular, por lo que tampoco puede suspender sus efectos, pues ello implicaría en la práctica lo que la norma precisamente quiso evitar: que los derechos emergentes quedaran a merced de una decisión administrativa ulterior”.
Ernesto Marcer sostiene, con vigorosa motivación jurídica, que “la única vía para suspender válidamente los efectos pendientes del acto, es la declaración judicial de nulidad y, por consiguiente, la suspensión del acto en sede administrativa sería contraria al orden jurídico”. Aunque de manera escueta, pero con precisión matemática, Hernán Martínez afirma que “Solamente los actos revocables pueden ser materia de suspensión cautelar en sede administrativa”.
Por su parte, Fernando García Pullés considera que la interdicción de revocar un acto favorable “se extiende también a la suspensión, pues la norma establece que tampoco podrán impedirse los efectos aún pendientes, en obvia referencia a la suspensión que pudiera decretarse… En consecuencia, ante un acto estable, la administración debe solicitar judicialmente la nulidad y también en esa sede, como cautela, que se suspendan sus efectos”.
Es igualmente la opinión del tratadista Héctor A. Mairal: “Si la administración no puede revocar el acto, tampoco corresponde que suspenda sus efectos. Ello así porque, de lo contrario, a la administración le bastaría con disponer la suspensión para obligar al particular afectado a accionar judicialmente cuando, precisamente, el rol del accionante debe corresponder en tal supuesto a la administración”.
El elenco de doctrinarios que secundan el mismo razonamiento es extensísimo, destacándose entre ellos el formidable Juan C. Cassagne, para quien los supuestos de suspensión de los efectos en sede administrativa “[…] no pueden jugar más allá del ámbito de actuación legitima de la potestad revocatoria, ya que si la administración no puede revocar un acto firme y consentido del que hayan nacido derechos subjetivos, es obvio que tampoco podrá suspenderlo”.
Gustavo A. Revidatti no va la zaga: “Lo que puede hacer la administración es pedir como medida cautelar, al plantear la acción en lesividad, la suspensión de los efectos del acto administrativo”. Démosle ahora el turno a Ignacio Minorini: “De nada serviría ser titular formal de un derecho que solo puede ser declarado nulo en sede judicial si no puede ser ejercido por una decisión adoptada por la administración”.
El eminente maestro Ernesto N. Bustelo rechaza también la posibilidad de suspender los efectos de un acto favorable, pues “lo que la administración puede hacer en tal supuesto es formular en sede judicial, en forma previa, conjunta o posteriormente a la interposición de la acción en lesividad, el pertinente pedido de suspensión de los efectos cuya anulación se pretende conseguir”.
Agustín Gordillo, autor demasiado conocido entre nosotros, enseña que “Como la prohibición de revocar un acto favorable se sustenta en la necesidad de garantizar el ejercicio normal de los derechos que de él nacen, hasta tanto una sentencia judicial resuelva lo contrario, tampoco sería procedente suspenderlo, pues esto último implicaría lograr en la práctica lo que la norma precisamente quiso evitar: que los derechos emergentes quedaran a merced de una decisión administrativa ulterior, lo que no obsta a que solicite judicialmente, como medida cautelar, la suspensión del acto”.
En similar orientación se expresa Carlos Balbín, quien insiste en que debe solicitarse la suspensión ante el juez. De su lado, Héctor Pozo Gowland enfoca el tema brillantemente desde la variante inversa del conocidísimo argumento “A maiori ad minus”, aduciendo que, si un acto favorable nulo de nulidad absoluta no puede ser revocado por la administración, tanto menos pudiera suspender sus efectos.
Ángel Zunino opina con sobrado tino que “Si la ley ha querido privar a la administración de la potestad de revocación, por sí y ante sí, de determinados actos administrativos, obligándola a someterse al poder jurisdiccional, no resulta razonable entender que en orden a esos mismos actos pueda anticiparse a una decisión judicial y suspender por decisión propia los efectos del acto a extinguir”.
A su vez, Jorge Albertsen estima que la suspensión administrativa de los efectos del acto estable resulta materialmente imposible, toda vez que “supone un anticipo de nulidad y, por lo tanto, no parece aceptable que un órgano administrativo pueda decidir anticipadamente algo que no puede disponer definitivamente”. Con aplastante claridad, Alfonso Buteler señala que “Impedir la subsistencia de un acto administrativo favorable y la de los efectos aún pendientes mediante la acción judicial en nulidad, es porque si no se pueden impedir sus efectos, no puede suspenderse”.
Va haciéndose largo el repertorio doctrinal del que nos hemos hecho eco, pero nos resistimos a terminar el periplo sin que la genial Blanca A. Herrera de Villavicencio le dé jaque mate al tema: “Para eliminar del mundo jurídico un acto administrativo favorable que se reputa ilegitimo, tiene que acudirse a la acción de lesividad, por lo que mal puede disponer la suspensión de él en sede administrativa”.
Y ya para coronar, transcribiremos lo que el Tribunal Supremo Español consignó en su STS del 3 de noviembre del 2004: “[…] si la Administración desea la suspensión de la eficacia del acto declarado lesivo cuya anulación pretende, tendrá que solicitar tal suspensión a la autoridad judicial, por ser esta la única que puede resolver el fondo del asunto… por consiguiente, esta y no aquella deberá decidir sobre la eliminación o no del acto de que se trata y, por ende, su suspensión”.
He ahí, brevemente bosquejadas, la más calificada doctrina sobre un tema a ratos mal comprendido, la cual permite concluir, por obvia inferencia, que tampoco pueden suspenderse las actuaciones que el acto favorable haya autorizado. El error subiría pantagruélicamente de punto si la Administración, amparada en el citado art. 25, suspendiese provisionalmente un mandato ad litem para luego desistir de una acción jurisdiccional.
¿Por qué? Elemental: porque distinto al desistimiento de instancia o al del acto procesal, el de acción conlleva la extinción definitiva del proceso: “Es un abandono del derecho mismo [que repone] las cosas, de una y otra parte, en el mismo estado en que se encontraban antes de la acción”, como ha considerado la Primera Sala de nuestro más alto tribunal judicial. Explicándolo en palabras del profesor Froilán Tavares hijo, entierra el litigio en el pasado y hace imposible que reviva en el porvenir.
En puro rigor dogmático, no estamos ante una decisión que se enmarca en la provisionalidad de la norma en análisis, por lo que hacer uso de esta para desistir de una acción, es una sottise colosal. Más bien, se trataría del sepulcro adelantado del acto favorable, lo que indudablemente configura una vía de hecho atípica y par manque de droit, dado que, si bien se cobija en un acto administrativo previo, ni este ni la operación material derivada del mismo tendrían respaldo normativo habilitante.
Conviene no olvidar que cuando el órgano actúa fuera de su órbita competencial o traspasa “los límites de sus derechos”, como explicaba Hauriou, lo propio que cuando despliega la potestad sancionadora sin acreditación legal, su actuación deviene en una voie de fait que los arts. 6 y 73 de la Constitución y el art. 14 de la Ley núm. 107-13, no titubean en sancionar con la nulidad absoluta.