El populismo, de la mano con el autoritarismo
Aunque siempre han existido líderes y gobiernos populistas, esta corriente encuentra ahora una respuesta que pronto se convierte en amenaza para la democracia y libertades.
El populismo es una forma de hacer política buscando el encanto de las masas o exacerbando aquellas necesidades y sentimientos que los políticos tradicionales no han sabido resolver o atender, lo que abre las puertas para el surgimiento de un mal mayor: el autoritarismo.
Los casos en Latinoamérica sirven de muestra y presentan variantes que van desde el populismo “respetuoso”, al menos de las formas democráticas, hasta aquellos en los que los gobernantes, sabiendo que han logrado entrar en el corazón de las masas, asumen posturas autoritarias e intentan perpetuarse en el poder, al estilo de dictaduras bajo fachada electoral.
Aunque los politólogos difieran sobre el significado de populismo, se entiende como la estrategia de aquellos que apelan con ardiente discurso a las necesidades de los pueblos –seguridad, educación, trabajo, salud y lucha anticorrupción, entre otras–, o a ideales como nacionalismo y soberanía, con la promesa de construir aquella “patria grande” con la que cualquiera sueña.
Estos discursos llenos de demagogia, aunque bien enfocados para cautivar a las masas, suelen tener buen resultado, principalmente por el fracaso de los sistemas políticos surgidos tras los regímenes militares del siglo pasado. Es una situación a la vista en países latinoamericanos, que han abierto las puertas para que el populismo triunfe, tal como ha sucedido en Venezuela, Ecuador, Nicaragua, Bolivia, Argentina, El Salvador, México, Brasil, Chile y Colombia, aunque en estos últimos mencionados con un corte de respeto a las formas democráticas.
Por cierto, el populismo no es exclusivo de los líderes de izquierda y también los puede utilizar alguien de derecha –Donald Trump es un ejemplo– con el mismo objetivo: enardecer a las masas para que se sumen al movimiento que –de acuerdo con las promesas–, debiera provocar cambios radicales.
La era moderna del populismo en la región la inició Hugo Chávez en 1999, cuando con discursos y promesas llegó a la presidencia y se convirtió rápidamente en dictador, detentando todos los poderes del Estado. Su populismo le acompañó hasta la muerte, no sin antes abrir la peligrosa brecha que siguieron otros líderes, como Rafael Correa, Evo Morales y Daniel Ortega.
A Chávez lo sustituyó un populista de la misma “Revolución Bolivariana”, Nicolás Maduro, mientras que Correa y Morales forzaron sus reelecciones, pero sus regímenes se extinguieron. Ortega sigue gobernando con puño firme y sin respeto hacia los derechos humanos.
Todos siguieron la misma ruta: Ganaron elecciones con amplio margen, reformaron leyes, controlaron la justicia, reprimieron a la prensa independiente, mantuvieron o mantienen al pueblo engañado a la espera de que las promesas y sueños que vendieron se cumplieran.
Ahora la atención se centra en el más popular –en la actualidad– de los populistas. Nayib Bukele en El Salvador ha tenido gran éxito con su discurso y acciones. Ha cumplido con dar seguridad combatiendo ferozmente a las pandillas sin aceptar críticas por violaciones a los derechos humanos, pero ha dado pasos similares a los que siguió Chávez. Controla los tres poderes del Estado, amaña las leyes para postularse para la reelección y no respeta a la prensa independiente. Malos augurios, por más que su popularidad sea irrefutable.
El populismo con tendencia autoritaria es un peligro para la auténtica democracia. Pueden pasar años para que el pueblo despierte o se dé cuenta de sus efectos y no debe extrañar que lo que empieza bien, termine en pesadilla. Por algo, lord Acton dijo: “El poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente”.
El autor fue presidente de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP)