enfoque
¿Sobornador sin sobornado?
En enero de 1999, nuestro más alto tribunal judicial confirmó, en sede de casación, una sentencia de culpabilidad dictada contra dos personas acusadas de asesinato, dato éste intrascendente y baladí de no ser porque la condena recayó sin informe forense que acreditara el resultado material del hecho, es decir, el deceso de la víctima.
Cierto que desde hace más de dos siglos que Inglaterra ni Estados Unidos precisan del cadáver para acusar y juzgar al homicida o asesino, aunque cuando la doctrina de condena sin cuerpo se puso en escena, la posibilidad de alcanzar una convicción errónea era elevadísima. En Marion v. State, para valernos de un ejemplo que tuvo lugar en el muy lejano 1886, William J. Marion fue condenado a la horca por el asesinato de John Cameron, quien dejó ensimismada a su comunidad cuando, cual Lázaro, resurgió de la “muerte” un lustro después de haber sido Marion ejecutado.
Pero, ¿cómo puede superarse el estándar probatorio de la duda razonable sin el hallazgo del cadáver? ¿De qué manera se aproxima el juzgador a la certeza de la ocurrencia del hecho o de la conducta desplegada? Como se sabe, nuestro sistema procesal penal consagra la libertad probatoria, por lo que salvo prohibición expresa, cualquier elemento de convencimiento que conduzca a la verificación de la hipótesis acusatoria, puede ofertarse en interés de demostrarla.
La ley no exige imperativamente la presencia del cuerpo ni el dictamen forense de la muerte de la víctima, razón por la que el crimen previsto en el art. 295 del Código Penal, constituido por la acción de matar y su resultado, pueden acreditarse a través de otros medios de prueba y presunciones lógicas de hechos que resulten incompatibles con la vida. El juzgador, sobre el piso de los conocimientos científicos y las reglas de la lógica, se convencería más allá de toda duda razonable.
No hace mucho tiempo que cierto procurador adjunto, amparándose en una suerte de analogía, expresó que puede haber sobornador sin sobornado y, más todavía, sin puntualizar el nexo causal de la dádiva entregada o prometida. Séasenos permitido realizar un estudio sosegado del punible de la Ley núm. 448-06, que aunque no modificó –al menos expresamente- los arts. 177 y siguientes del Código Penal, fue el que dio lugar a la metáfora. Para empezar, digamos que el soborno, expresión sustitutiva entre nosotros del cohecho, sanciona las conductas de solicitar, aceptar u ofrecer dádivas a cambio de una omisión o acto inherente al ejercicio de la función pública.
Abarca tanto al funcionario que recibe, acepta o solicita la prebenda, como al particular que la entrega u ofrece, tutelando así el bien jurídico de la administración pública, vinculada positivamente al derecho por enérgico mandato de los arts. 138 constitucional y 3.1 de la Ley núm. 107-13. El art. 2 del texto en análisis describe el soborno de este modo: “Todo funcionario público o persona que desempeñe funciones públicas que solicite o acepte, directa o indirectamente, cualquier objeto de valor pecuniario, como favor, promesa o ventaja, para sí mismo o para otra persona, a cambio de realizar u omitir cualquier acto pertinente al ejercicio de sus funciones públicas, en asuntos que afecten el comercio o la inversión nacional o internacional, se considerará reo de soborno…”.
A su vez, el art. 3 dispone lo siguiente: “Toda persona, ya sea física o jurídica, que ofrezca, prometa u otorgue intencionalmente, directa o indirectamente, a un funcionario público o a una persona que desempeñe funciones públicas en la República Dominicana, cualquier objeto de valor pecuniario u otro beneficio, como favor, promesa o ventaja, para sí mismo u otra persona, a cambio de que dicho funcionario realice u omita cualquier acto pertinente al ejercicio de sus funciones públicas, en asuntos que afecten el comercio o la inversión nacional o internacional, se considerará reo de soborno nacional”.
Se trata de dos modalidades de un tipo penal compuesto-disyuntivo que, no obstante presentar elementos comunes, se configuran de forma distinta. En efecto, el del art. 2 contempla el soborno pasivo en sus formas propia e impropia, ya que el servidor público que reclama o recibe el beneficio necesariamente de contenido económico, se compromete a hacer o dejar de hacer un acto “pertinente” a los deberes del cargo que desempeña.
Es fácil apreciar que la conducta penalmente relevante no está supeditada a su desapego al derecho, configurándose aún si lo actuado no quebranta norma jurídica alguna: “[…] lo que se castiga aquí es el hecho de recibir o solicitar una recompensa a cambio de realizarlo”, como Francisco Muñoz Conde apunta con brillantez. Otros países, España entre ellos, engloban una tercera dinámica comisiva consistente en la retardación injustificada del acto, mas no así nuestra Ley núm. 448-06.
Su art. 3, como ya vimos, prevé la variante activa del soborno: la iniciativa de corromper emana del particular mediante los verbos nucleares “ofrecer”, “prometer” o “entregar”. En este caso, y distinto al soborno pasivo del art. 2, la dádiva no tiene que estar dotada de valor pecuniario, puesto que la descripción “u otro beneficio, como favor, promesa o ventaja” permite extenderla a géneros que no descansan sobre mejoras apreciables en dinero, tales como los de naturaleza sexual y política.
Ahora bien, para enmarcar cualquiera de los supuestos fácticos reprimidos por el texto legal en estudio, la dación o petición de la gratificación no puede ser a cambio de nada. Como explica Muñoz Conde, “La autoridad o funcionario público que recibe o solicita la dádiva, favor, retribución, ofrecimiento o promesa, es a cambio de hacer u omitir algún acto”. La contraprestación, como puede verse, es un elemento vertebrador del tipo, lo que explica que tanto el art. 2 como el art. 3 acoplen causalmente la dádiva a dos verbos complementarios: “realizar u omitir”.
Eso así, uno y otro deben girar en torno a “cualquier acto pertinente al ejercicio de sus funciones públicas”, lo que por estrictez interpretativa y argumento a contrario supone que la conducta no trascendería al reproche penal de la Ley núm. 448-06 si lo pretendido a cambio de la retribución fuese competencia de otra autoridad, lo propio que si lo recibido u ofrecido no se asocia a la función pública.
Asimismo, se requiere también que lo que se haga o deje de hacer afecte “[…] el comercio o la inversión nacional o internacional”. Si ese desvalor de resultado no converge, la conducta no sería típica ante la Ley núm. 448-06, pero el servidor público pudiera verse enredado en las mallas del enriquecimiento ilícito de la Ley núm. 311-14, mientras que el particular quedaría atrapado en uno de los supuestos del art. 179 del Código Penal.
¿Demanda el punible en comento la actuación conjunta del servidor público y del particular? La negativa es tajante, categórica, definitiva. No pudiésemos estar en desacuerdo con el Ministerio Público, ya que para la consumación de cualquiera de sus modalidades, basta la iniciativa de una parte. La doctrina está pacíficamente conteste en su naturaleza unilateral y, de hecho, esa es la construcción afín con la adecuación de las dos variantes del injusto de la Ley núm. 448-06. Cada uno responde por su participación, ora por solicitar o aceptar dádivas, ora por acceder a lo peticionado por la autoridad o por proponérsela.
Bueno es no olvidar que se trata de un punible de mera actividad cuya configuración no demanda el intercambio de voluntades, que es lo que en derecho privado conocemos como consensualismo. De ahí que ni la aceptación de la solicitud, ni el abono de la prebenda ni la ejecución del acto prometido a cambio de ella sean necesarios. Ahora bien, eso no significa que la identificación de uno de los dos sujetos sea ociosa.
Por el contrario, si descomponemos los términos de los arts. 2 y 3, podremos convenir en que en ambos interviene un funcionario público, o mejor, en las conductas activas u omisivas de las dos variantes del tipo, interviene un sujeto determinado calificado. Y es lógico, porque estamos ante un tipo penal especial. Igualmente, la conexión causal de la prebenda con el servicio prestado o del cual se prescinde, es absolutamente necesaria para encajar la conducta del mundo real en ambas modalidades bajo regulación en la Ley núm. 448-06, salvo que no se pretenda hacer el juicio de adecuación típica sobre el mitológico lecho de hierro de Procusto, o sea, encogiendo o estirando la oración gramatical de cualquiera de los dos preceptos hasta desfigurar el punible que prevén.
Lo que el occiso es en el homicidio o asesinato, es el sobornado en el soborno. Se trata del objeto material personal, o si se prefiere, la persona sobre la que se recae la conducta descrita en la norma. Claro que puede haber sobornador sin soborno, pero jamás habrá sobornador sin sobornado, del mismo modo que no habría homicida o asesino sin víctima. Recuérdese que en el ejemplo ofrecido, Marion fue condenado en ausencia de cadáver, pero no del de un fantasma, sino del supuesto occiso con nombre y apellido: John Cameron.
Es tan estructural el objeto material personal que si no se particulariza, resultaría a todo punto improbable encuadrar cualquier conducta imputada en la del ilícito de la Ley núm. 448-06. ¿Cómo determinar qué o cuánto habría entregado u ofrecido sin saber a quién? ¿Cómo superar el baremo de la duda razonable en lo relativo a la conducta “pertinente” al cargo si su titular, el funcionario público, es mantenido en los dominios del anonimato? ¿Cómo precisar, en ese mismo contexto, que lo actuado u omitido lesionó el comercio o la inversión nacional o extranjera?
En fin, hablar de sobornador sin sobornado es una quimera pantagruélica.