“Nos va a arrollar, profesor”
En mi niñez inventé excusas para no ir a la escuela. Una vez me quejé de un dolor de cabeza. Mi madre me puso ungüento en la frente y las sienes, luego vino la sentencia: “váyase, allá se le quita”. En otra ocasión lo intenté con un dolor de estómago, entonces me dio una cucharadita de elixir y otra vez la misma frase inapelable.
Cuando supe que serían infructuosos mis artificios para zafarme de ir a clases, a menos que fuera por una razón justificada, desistí y entonces era muy raro que faltara a la escuela.
En mis cuatro años de carrera universitaria nunca falté a clases y también se pueden contar con los dedos de una mano, y sobran, mis inasistencias en 17 años como docente en la escuela sabatina de Comunicación Social de la Universidad Dominicana O&M.
El sábado antepasado era uno de esos días en que todo indicaba que faltaría. Tomé un vuelo el viernes desde Utah a Orlando, Florida, a las 10:00 de la noche, y luego otro de esa ciudad a Santo Domingo, adonde llegué a las 8:00 de la mañana. En lo que pasé por Migración y luego el trayecto en automóvil hacia el hogar, llegué a la casa a las 10:30 de la mañana.
Quienes me conocen saben que me resulta imposible dormir en los aviones, me causan mucha tensión. Muy cansado y con apenas tres horas para llegar a mi primera clase, a las 2:00 de la tarde en la universidad, era lógico que me quedara en la casa descansando. Pero allí estuve como siempre y a tiempo. Mis estudiantes se sorprendieron al verme.
Al terminar mi primera clase –casi justo cuando me despedía para dirigirme a mi otra sección- entró una estudiante y me dijo que no pudo asistir porque quedó “arrollada” con la docencia en las horas matutinas.
Por esas coincidencias de la vida, a punto de terminar mi última hora de clases, a las 6:30 de la tarde, asigné dos prácticas juntas, tomando en cuenta que el siguiente sábado no habría docencia por la Semana Santa y debía completarse el programa de la asignatura. Una estudiante también me expresó apesadumbrada por la doble encomienda: “Nos va a arrollar, profesor”.
En un agasajo que organizó Listín Diario para la redacción con motivo del Día Nacional del Periodista, el pasado 5 de abril, estuve meditando precisamente sobre los retos que les esperan a las futuras generaciones de comunicadores.
En ese acto, hubo un momento muy emotivo en que se guardó un minuto de silencio por los comunicadores fallecidos, algunos en los últimos tres años a causa del Covid-19, y por otros que padecen diversas enfermedades, luego de brindar los mejores años de su vida a engrandecer la profesión.
Con la celebración de la fecha, también cavilé sobre las situaciones tan insignificantes que suelen “arrollar” a los estudiantes en sentido general, pero muy especialmente a quienes han elegido una carrera como la Comunicación Social, tan colmada de desafíos y sacrificios.
Y no tiene nada que ver con la frecuente comparación del antes y el después en el ejercicio periodístico, porque consideró que más bien es un asunto de actitud, no tanto de noveles y veteranos.
Por ejemplo, el joven estudiante Sauro Scalella, quien actualmente realiza su pasantía en Listín Diario, viajó la semana pasada a la fronteriza provincia Elías Piña para una serie de trabajos periodísticos.
Fue un viaje de un día en que salió temprano en la mañana y llegó a la redacción del periódico alrededor de las 11:00 de la noche. Como reside en la autopista Las Américas, cerca del hipódromo Quinto Centenario, supongo que llegó a su casa de madrugada y “bastante arrollado”.
Era lógico que descansara al día siguiente y que ese trabajo exclusivo comenzara a publicarlo dos días después. Pero al día siguiente, puntual, a las 3:00 de la tarde, Sauro me envió por correo el primer reportaje de su visita a Elías Piña.
Es lo que uno anhela ver también en los jóvenes que actualmente se forman en las aulas universitarias. Y cada día estoy más convencido que ese temple del periodista comienza a fraguarse en el hogar, en esos primeros años en la escuela.
Ahora hay padres tan tolerantes que son ellos mismos quienes añoñan a sus hijos y permiten las condiciones para que falten a clases. No imponen una hora fija para irse a dormir y sus hijos están chateando o jugando con celulares y tabletas electrónicas hasta altas horas de la madrugada. Obvio que niños y adolescentes con tan pocas horas de sueño amanezcan “arrollados” y con pocos deseos de asistir a la escuela.
Me gustaría cerrar este artículo con parte de un mensaje que compartió el comunicador Ramón Cruz Benzán con sus compañeros del Listín Diario, con motivo del Día del Periodista: “Soy periodista las 24 horas al día de cada uno de los 365 días del año. Soy periodista cuando duermo.
Incluso mis sueños son de periodista. Mi pasión es el periodismo. Muchos de los mejores días de mi vida están vinculados al periodismo. Y algunos de los peores. Mis principales quebraderos de cabeza también me los ha provocado el periodismo. No sé quién sería si no hubiese sido periodista. Quizá sería más feliz, tendría más tiempo libre para dedicárselo a mi familia o para perderlo en situaciones insulsas. Pero no sería mejor persona. Creo que el periodismo me ha convertido en más solidario, más crítico, menos dogmático, menos cínico”.
A los estudiantes y jóvenes profesionales del periodismo les exhorto a que tomen el ejemplo de Sauro y las reflexiones de Ramón, como ese ungüento y la cucharadita de elixir que ayudan a derrotar las excusas cuando nos sentimos “arrollados”.