Un gran domingo
Los judíos tenían la “fiesta de las semanas”, celebración inicialmente agrícola y luego conmemorativa de la Alianza en el Sinaí, a los cincuenta días de la Pascua. Los cristianos organizaron, también, de manera similar siete semanas, que son los cincuenta días que van de la Resurrección hasta el domingo de Pentecostés, que han de celebrarse con tal alegría y regocijo, como si se tratara de un solo y único día festivo, como “un gran domingo”, como lo designa san Atanasio. Ya en el siglo II tenemos el testimonio de Tertuliano que habla de que en este tiempo no se ayuna, sino que se vive una prolongada alegría. A los domingos de este tiempo se les denomina domingos de Pascua.
A la primera semana de estos cincuenta días, a la próxima, se le denomina: “Octava de Pascua”. Es decir, cada día de esa semana es vivido como un único domingo donde se expresa toda la alegría, el gozo y la dicha de la Resurrección del Señor. El gozo exuberante queda expresado, además, en la fórmula que adopta el ministro ordenado para despedir al pueblo, al decir: “Pueden ir en paz, aleluya, aleluya”; la asamblea litúrgica henchida de alegría responde a todo pulmón: “Demos gracias a Dios, aleluya, aleluya”. Y, el canto del gloria.
Los cinco prefacios de Pascua ofrecen una enorme riqueza de contenido que conviene resaltar porque contribuye a una mejor comprensión de este tiempo y a una profundización en la espiritualidad del tiempo pascual.
El prefacio es una oración de acción de gracia y una aclamación que se ubica antes de llegar al momento central de la Eucaristía, que es la consagración. Esta oración se introduce con una invitación a dar gracias al Señor, a la que todos respondemos: “Es justo y necesario”; es, asimismo, la proclamación del sacerdote que abre la Plegaria Eucarística y donde argumenta, junto con la Iglesia celebrante, por qué es en verdad justo y necesario dar gracias al Padre por medio de Cristo y exaltar más que nunca este tiempo en que Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado. Consideremos algunos motivos:
Porque “él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo; muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”.
Porque “por él, los hijos de la luz amanecen a la vida eterna, y se abren a los fieles las puertas del reino de los cielos; porque en la muerte de Cristo nuestra muerte ha sido vencida, y en su gloriosa Resurrección hemos resucitado todos”.
“Porque él no cesa de ofrecerse por nosotros, intercediendo continuamente ante ti; inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre”.
“Porque, demolida nuestra antigua miseria, fue reconstruido cuanto estaba derrumbado y renovada en plenitud nuestra vida en Cristo”.
Y, finalmente, “Porque, él, con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los antiguos sacrificios y, ofreciéndose a sí mismo por nuestra salvación, se manifestó, a la vez, como sacerdote, altar y víctima”. ¡Feliz Pascua de Resurrección!