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Dos leyes opuestas

“De no ser por la ley, yo no hubiera sabido lo que es el pecado”, escribe el apóstol Pablo en el capítulo siete de su carta a los Romanos. Jamás habría sabido qué es robar, si la ley (divina y humana) no hubiera dicho: “No robarás”. La ley de Dios, que es santa, justa y buena, le descubrió y reprobó la maldad en su interior. Cuando llegó a su conciencia halló una resistencia superior a su propia voluntad, una fuerza gravitante y fatal, que lo aprisionaba. Era la ley del pecado. Pero a la vez Pablo sentía que había quedado en su ser aquella pequeña porción del soplo divino que está dentro de cada alma, y esa parte anhela con vehemencia volver a la fuente de donde salió: Dios, su Creador. Todo cuanto nos eleva por encima de nosotros mismos, de nuestros intereses personales, y nos lleva, llenos de fe, hacia toda obra buena, lo hemos de agradecer a esa parte divina que todos llevamos dentro.

De modo que, deseando cumplir la ley de Dios, el Apóstol encontró que, contra su razón y su conciencia, se oponía el pecado. Porque, según el hombre interior, se deleitaba en la ley de Dios; pero veía otra fuerza en sus miembros, que se rebelaba contra la tendencia de la mente y le llevaba cautivo al mal, esto es, la ley del pecado. “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”, pregunta asombrado, y en seguida responde: “La gracia de Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”. (Ver: Romanos 7:15-25).

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